LOS HECHOS...
Iría ya andando el mes de marzo cuando llegó a mi
departamento la madre de una alumna de 3º de ESO. Le preocupaban muchas cosas
de su hija y dos mías: dos declaraciones en clase. La primera de ellas, en
torno al aborto. Los hechos podrían resumirse así: en clase de Ciudadanía[i],
una alumna defiende el derecho de la mujer a decidir la interrupción del
embarazo, ante lo que dos o tres alumnos y alumnas rebotan como energúmenos
para gritar en contra; gritar, pero no argumentar. Mi papel no era convencer
sobre una determinada postura en torno al susodicho derecho, pero sí sacar del
dogmatismo a quienes vociferaban sin pensar (o evitar que el resto del grupo
cayera en él), defendiendo un ideario machista, supersticioso y beligerante.
Escogí una estrategia socrática para hacerles caer en la cuenta de que, si bien
el concepto de persona es inconmensurable por relación a fenómenos biológicos o
físicos (es decir, que unas determinadas características físicas no configuran
por sí solas una persona, y por tanto, ni la biología ni la física pueden
determinar qué es una persona) existen al menos aspectos materiales que hoy
entendemos como condición necesaria para su existencia. Dicho brevemente: la
biología establece los límites de la personeidad[ii]
en negativo: aquello sin lo cual no puede haber una persona, aunque por sí
mismo sea insuficiente para que la haya. “ - Pensad en un ser humano
cualquiera, una persona. ¿Seguirá siendo una persona si
le quitamos una pierna? - Sí. - ¿Y si le quitamos los dos brazos? - Sí. [...] -
¿Y si le quitamos el cerebro? - ...[Momento de silencio. Reflexión.] No. - Por
tanto, según vosotros mismos, difícilmente podremos decir que hay una persona
antes de que se haya desarrollado el cerebro. Así que, en estadios muy
tempranos del embarazo parece que hay poco lugar a discusión sobre el tema,
aunque con el paso del tiempo el asunto vaya sin duda complicándose...”
La segunda cosa preocupante tiene que ver con un
comentario en torno a la religión. Digamos que esta fue la escena: explico que
el islam no es de por sí necesariamente más violento que el cristianismo y cito
el libro de Amin Maalouf “Identidades asesinas” para explicar que durante la
Edad Media el islam fue la religión de la tolerancia en la Península Ibérica,
mientras que el cristianismo fue la religión del fanatismo y las persecuciones.
Añado: en última instancia, las religiones son lo que las personas hacen con
las religiones; desde la antropología se estudia, de hecho, la religión como
una creación humana que cumple funciones psicológicas y socio-políticas. Desde
esta perspectiva, Dios sería una creación del hombre, y no del revés. En
definitiva, y sea nuestra fe la que sea, en cualquier caso es al hombre a quien
hay que apuntar como responsable de las consecuencias de la religión.
ANÁLISIS DEL PROBLEMA
En lo que a mí me concernía, la señora andaba en
desazón, al parecer, porque temía que pudieran estar adoctrinando a su hija, y,
añadió, en un tono ciertamente cordial: “para adoctrinarla, en todo caso, ya
estamos nosotros [sus padres], ¿no?”. Amable y abierta al diálogo, la señora
conversó conmigo durante una hora, después de la cual se fue contenta y tan
agradecida hacia mí como yo hacia ella por su amabilidad. Lo que más me
sobrecogió de aquel diálogo no fue lo que se dijo, sino lo que se dio a ver
bajo la mesa: que lo que a la ilustre señora robaba la tranquilidad no era el
modo en que se habían enseñado las ideas, o el intento por imponerlas; lo que
en el fuero interno le dolía es que ella no comulgaba con aquellas ideas. En
última instancia, la señora reclamaba que no se expusieran ideas que no eran
las suyas como especialmente convincentes o válidas. El cometido de aquella
madre podría traducirse así: enséñense todas las posturas en torno a un tema o
no se hable del tema. Este argumento está a la base de los discursos que
defienden la enseñanza del creacionismo como propuesta científicamente
aceptable en EEUU y asoma de tanto en tanto en la propuesta de quienes
defienden la enseñanza de la religión en el sistema de enseñanza público o la
financiación pública de colegios e institutos declaradamente confesionales en
nuestro país. El ejemplo anterior es una muestra de su expansión viral a todo
espacio educativo, su conversión en cultura popular, en un modo cada vez más
aceptado de comprensión del sistema y la práctica educativa.
El presupuesto que subyace es el siguiente: no hay
idea más válida que otra, por lo que el criterio que debe regir la enseñanza ha
de ser el respeto por igual a toda idea, es decir, la tolerancia.
Simplificando el asunto, la tolerancia viene de la
mano con el individualismo liberal moderno. El Estado debe asegurar los
derechos de los individuos (de ahí el concepto de individualismo en su versión
positiva), de cada individuo, y esto exige impedir la imposición de ningún tipo
de coacción sobre el mismo por parte del colectivo social y político. Una de
las formas en que se concreta este necesario respeto es el permitir a toda
persona mantener sus propias ideas y creencias, sean las que fueren, así como
las conductas o hábitos derivadas de las mismas, siempre que no contravengan
los derechos de los demás o pongan en peligro el orden público. Es decir, en el
plano de las ideas, la tolerancia se asume como un modo de respeto a alguien,
porque, ¿qué podría significar el respeto a una idea por sí misma? Exacto:
nada. Las ideas no tienen derechos; los derechos son de las personas (al menos,
de las personas -hay razones contundentes para defender que también los
animales merecen algunos, pero dejaremos ese tema por el momento). Hasta aquí,
todo bien.
El problema es que la consecuencia social que
introduce la tolerancia quiera convertirse también en un parámetro
epistemológico. Aquí empieza el trastorno: la verdad no entiende de democracia,
el conocimiento no depende del número de adeptos ni de las consecuencias que
para las creencias de una persona pudiera tener su avance. Si en los discursos
y las prácticas que manejamos para intentar conseguir conocimiento aceptamos
que toda idea o propuesta es respetable por ser de alguien, si toda idea o
propuesta debe ser considerada por ello igualmente válida, renunciamos entonces
a todo criterio para distinguir lo que es conocimiento de lo que no lo es, o a
la posibilidad de que un conocimiento pueda estar mejor fundamentado que otro.
Por tanto, dado que, por un lado, “hay gente pa to”, que decía el torero, y,
por otro, el derecho a la libertad de pensamiento asegura que cualquiera puede
creer cualquier cosa, al menos a priori toda idea imaginable se halla en
igualdad de condiciones por relación a la verdad. En dos palabras: todo vale.
Siendo tantas las mentes que han existido, existen y existirán, y viendo las
maravillas de que son capaces algunas de ellas, si el criterio de aceptación de
una idea consiste en que alguien la defienda, habremos de presuponer que no hay
idea mala. Pero, entonces, ¿cómo afecta esto a la educación? Es decir, ¿qué
enseñamos?
Téngase en cuenta, para empezar, que, si todo
vale, la educación se convierte en poco más que congregar a un grupo de
personas en un tiempo y un espacio para hablar por hablar, para decir cualquier
cosa, porque lo mismo vale decir una que otra. Es más, no se entiende siquiera
en qué sentido el profesor pudiera estar más cualificado que el alumno, porque
eso ya exige asumir que existen criterios que diferencian qué es verdad y qué
no lo es, y son esos criterios y los resultados de su aplicación lo que se
supone que el profesor ha de transmitir al alumnado.
Hagamos una aclaración de filosofía básica. La
epistemología actual considera que existen tres tipos fundamentales de ideas
distinguibles por su relación a la verdad. La opinión sería una idea cuyo
contenido no puede demostrarse y de la que no se tiene seguridad. La creencia,
como la opinión, sería una idea no demostrable, pero, al contrario que en el
caso de la opinión, la persona que la detenta está convencido de ella, tiene un
sentimiento de certeza respecto de la misma. El conocimiento, finalmente, sería
una idea de la que se tiene certeza y cuyo contenido puede demostrarse[iii].
Si ponemos como criterio fundamental de la enseñanza el respeto a las creencias
de los demás, entendido ese respeto como un trato meyorativo que iguala toda
posible explicación o interpretación de un hecho, entonces estamos renunciando
al conocimiento en beneficio de la creencia.
LA SOLUCIÓN
Hay quien pretende que todo es creencia, que no
hay en última instancia forma de distinguir grados de conocimiento. Pretende,
digo, que no piensa, porque es difícil pensar y mantenerse en una postura como
esa. El machismo es fruto de una creencia; la igualdad efectiva entre hombres y
mujeres es una realidad. Es más, el machismo no solo parte de una idea falsa,
sino que razona de forma falaz: la idea de que una superioridad natural conlleve
privilegios en el plano de los derechos esconde premisas de valor, como
demuestra el hecho de que desde los valores propugnados por los Derechos
Humanos y las sociedades realmente democráticas se justifica exactamente lo
contrario, es decir, que la inferioridad natural de alguien en algún aspecto
conlleva la exención de algunas obligaciones y la concesión de ciertos
privilegios compensatorios. No hay forma de demostrar lo que el machismo
defiende, pero sí hay datos para demostrar lo que defiende el feminismo, es
decir, la igualdad efectiva de capacidades de hombres y mujeres (y la necesidad
derivada de ello de convertir esa igualdad natural en igualdad social y
jurídica).
Aquella madre del inicio, y con ella tantos hoy
día, pretenden que el profesor no puede mostrar su posición ante ninguna
propuesta explicativa. Sin embargo, y aunque es cierto que la ley prohíbe el “proselitismo”
de parte del profesorado, la idea que hay (o debería haber) tras la letra de la
ley ha sido convenientemente malinterpretada. El error parte, quizás, del
intento por introducir la igualdad democrática en planos donde la democracia no
es pertinente: si encontramos a un enfermo y hemos de determinar qué le sucede,
la opinión de un médico no es equivalente a la de una camionera, un limpiador o
una vendedora de prensa. La fuente del mal es considerar que nadie puede saber
más que nadie (más a menudo, que nadie puede saber más que uno mismo). Pero, si
nos tomamos esta posición en serio, esto significaría que un profesor de
biología, al explicar el funcionamiento del cuerpo humano, debería dedicar
tanto tiempo y recursos a explicar los principios de la biología celular como
al reiki; la psicología debería explicar los procesos neurobiológicos que han
permitido descubrir las técnicas de neuroimagen, los aspectos conductuales no
explicables desde esos procedimientos que han sido objeto de explicación
científica desde la psicología y el funcionamiento del alma según Platón, la
filosofía medieval, el budismo, etc. En física no habrá razón para dedicar más
tiempo a la ley de la gravedad y las consecuencias de la curvatura
espacio-temporal de Einstein que para hablar de la teoría aristotélica según la
cual la Tierra está en el centro del universo y es plana, del sistema
ptolemaico, de la propuesta bíblica... Todo ello habrá de tratarse en pie de
igualdad, al menos como decíamos al principio, si hay alguien dispuesto a
creerlo (pues no es siquiera imaginable presentar todas las teorías
imaginables, cosa que en principio habría que hacer siendo coherentes con este
pensamiento de la tolerancia antes de todo). En historia acabaría
ocurriendo con todo acontecimiento humano lo que ha ocurrido en España con la
Guerra Civil, y así el nazismo y el genocidio que provocó serían tan legítimos
como la lucha contra el mismo. Sin embargo, nadie en su sano juicio aceptaría
la presentación del nazismo y sus víctimas en pie de igualdad como una muestra
de objetividad.
De hecho, no es cierto que el sistema educativo
español no tome partido en sentido valorativo. Los preámbulos, los criterios y
hasta los insidiosos estándares de aprendizaje de los textos legales establecen
la necesidad de hacer del sistema educativo un medio de defensa de los valores
democráticos e ilustrados. Defender, como no queda otra, que tales valores son
más deseables que aquellos que imponen modos de pensamiento dogmáticos,
antidemocráticos, antiigualitarios, etc., no hace más que dar la razón al
argumento que estamos defendiendo: es tanto como poner en práctica la asunción
de que no todos los valores merecen el mismo respeto y, con ello, la
implicación de que hay criterios para decidir cuáles potenciar. En definitiva,
en la medida en que pretendamos que la enseñanza tiene que comprometerse con
valores, sean estos cualesquiera, exigiendo a la vez que los valores queden
fuera del alcance de la crítica racional, estamos decidiendo arbitrariamente
que ha de tolerarse lo que queramos y porque queremos. Es innecesario explicar
por qué una educación dejada en manos del voluntarismo es un mero adoctrinamiento
y un peligro nada baladí.
Existe también un subterfugio para asegurar las
propias ideas ante la potencia explicativa de algunas teorías científicas.
Consiste en sostener que, mientras que en física, química o matemáticas las
verdades son inapelables, en filosofía, literatura o arte todo queda al
arbitrio de quien enuncia. Me restringiré aquí a la filosofía, para poder
hablar con cierto fundamento. Resulta que las normas que establecen la
corrección de un razonamiento, recogidas en la lógica (una disciplina con al
menos 2.300 años de antigüedad), tienen una objetividad equiparable a la de las
matemáticas. Determinadas propuestas puramente filosóficas, incluso en ámbitos
tan poco objetivos en apariencia como la metafísica, pueden ser comparables en
solidez y repercusión social a la física newtoniana. Enseñar a un alumno lo que
dice Kant en la Crítica de la razón pura sobre la existencia de Dios no es
simplemente darle una postura más, es enseñarle cómo se soluciona el problema
de la existencia de Dios (hablar de Dios desde el punto de vista del
conocimiento es, sin más, un sinsentido). Mostrar cómo pensó Kant en relación a
este problema es poner en claro cómo hay que pensar en relación a este
problema, igual que explicar el heliocentrismo es enseñar cómo ha de pensarse
el sistema solar si se quiere pensar bien, porque es enseñar la verdad.
Digámoslo alto y claro: si algo hemos de ser
capaces de tolerar es, antes que nada, la verdad. Pero, ¿qué es la verdad?, se
preguntará quien lea estas líneas. Cada cual cree estar en posesión de la verdad
en aquello que piensa. ¿No llevará la creencia en la existencia de una verdad
al dogmatismo de quien tenga el poder de imponerla? Si alguien se ha preguntado
así, hace bien. Pero, al contrario de lo que pretende buena parte de la
posmodernidad y los acólitos de la oleada new-age que se extiende últimamente,
la verdad científica, la verdad filosófica es precisamente el remedio contra
toda posibilidad de dogmatismo. En primer lugar, porque la defensa que se hace
desde la posición científica de la verdad exige demostración, con lo cual, que
se haga claro que una determinada teoría se impone, casi, por sí misma, por
criterios racionales objetivos. Claro que este primer paso, aisladamente, puede
ser fácilmente soslayable (basta con construir un razonamiento coherente y
evitar señalar sus problemas o hacer visibles críticas o propuestas
alternativas). Sin embargo, al mismo tiempo hay que unir un segundo elemento
fundamental: la actitud crítica (característica fundamental de la ciencia según
Popper), que consiste en asumir que toda propuesta explicativa sea considerada
siempre como provisional, como una conjetura, la mejor que se tenga.
Esto implica la necesidad de buscar siempre las ideas mejor probadas y
razonadas y, consecuentemente, la renuncia a las propias ideas si apareciera
otra epistemológicamente superior. Es decir, implica reconocer que el propio
ego (el que alguien crea algo, el que alguien quiera algo) queda
excluido del proceso de valoración de una idea. Volviendo a nuestro contexto
concreto, significa que usted, padre, usted, madre, son irrelevantes en la
determinación de la validez de las teorías que sus hijos aprenden.
Para aclarar un poco más esta última idea, seamos
todavía más precisos y lapidarios: en la enseñanza secundaria, cada profesor es
un especialista de la materia que imparte. Quizás cualquiera pueda discutirle
su atinencia a la ley, sus métodos de enseñanza, pero discutir aspectos
teóricos de la materia que imparte requiere del dominio de ciertos
conocimientos sobre la misma. Eso, o poca vergüenza. Padres y madres han de
asimilar, antes de dirigirse a un profesional de la enseñanza secundaria, que
se está dirigiendo, como inexperto, a un experto, y no como mandatario a un
subordinado. Claro que, como funcionario público, ese experto tiene la
obligación de trabajar al servicio de los ciudadanos. Pero, como experto
teórico, su obligación es hacer valer los conocimientos derivados de los
descubrimientos y el trabajo científico, incluso si ha de hacerse contra las
creencias de los ciudadanos, sean cuales sean las creencias de uno y de otro,
como el ingeniero tendrá que aplicar las leyes físicas pertinentes a la hora de
construir un puente, así crea en su fuero interno vivir en un mundo virtual, y
así como el médico tendrá que recomendar a sus pacientes no fumar, así ande
convencido en su corazón de que nunca ha existido ni existe tal cosa como los
pulmones.
CONCLUSIÓN
A modo de compendio final: la tolerancia es un
concepto de naturaleza socio-política que no tiene pertinencia en el ámbito
epistemológico (en el ámbito del conocimiento). Si queremos que nuestros
estudiantes aprendan, tenemos que asumir que existen ideas correctas y otras
que no lo son, que tenemos criterios para diferenciar unas de otras y que esos
criterios son (y han de ser) objetivos y, además, que pueden chocar contra las
creencias de cualquier ciudadano. Por tanto, el servicio que el sistema
educativo debe prestar a la ciudadanía se encuentra con una disyuntiva cuya
resolución, en algunos casos, se plantea inevitablemente como una elección
excluyente: o se esfuerza por enseñar la verdad, o se asegura de contentar el
ideario de todo ciudadano. En estas líneas la apuesta es clara y rotunda: la
democracia permite a cada cual seguir pensando como considere en sus adentros y
hasta expresarlo y, por tanto, la diversidad y la tolerancia están aseguradas,
pero solo un sistema educativo comprometido con la verdad (y, por tanto, dígase
de paso, libre de exigencias mercantilistas) asegura hoy día la pervivencia del
conocimiento verdadero. Así pues, en lo epistemológico, no hay duda posible: el
compromiso de la escuela ha de ser con la verdad, pese a quien pese.
PEQUEÑO EPÍLOGO
Me surge una duda en relación a la historia
concreta con que dábamos comienzo a este texto. “Tengo miedo de que adoctrinen
a mi hija”, decía la señora. ¿No tendría miedo de que la desadoctrinen? Si
alguna virtud podemos presuponer a los centros educativos públicos es,
precisamente, carecer de una línea ideológica: en un mismo centro habrá
profesores y profesoras creyentes, descreídos, progresistas, conservadores y
hasta machistas. ¿A qué ese miedo, entonces? ¿Y si fuera el miedo a dejar a su
hija ante el poder de las demostraciones y la argumentación? Entonces, si ese
fuera el caso, bien pudiera ser el centro público la puerta por la que la niña
escapara al miedo de su madre a que aprendiera a pensar. En ese caso, bendito
el disgusto que le di.
Juan José Gómez Falcón
Juan José Gómez Falcón
[i] Quizás alguien se sorprenda al ver este nombre. Ciertamente, la asignatura
Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos de 3º de ESO desapareció en
casi toda España. El PP consideró que era una asignatura ideológicamente
parcial y la sustituyó por Valores éticos. Los programas son muy similares y el
espíritu que pretende guiar la práctica docente en ambas también. En Andalucía,
no obstante, se decidió mantener “Ciudadanía” como obligatoria junto con
Valores éticos. Desde luego, no hay criterio pedagógico que permita explicar
esta decisión que obliga a los alumnos a hacer dos veces a la semana la misma
asignatura con nombres diferentes y a los profesores a inventar formas de no
repetirse teniendo como referente un programa casi idéntico. La única forma de
entenderla apunta a factores de otra índole: el PP suprimió la asignatura
porque era una creación del PSOE; el gobierno de Andalucía se negó a suprimirla
por esa misma razón. ¿Motivos políticos? Siempre que aceptemos llamar política
a esta suerte de pelea caprina, este choque de cráneos vacíos que nada,
absolutamente nada, tiene que ver con la polis y que habría ruborizado hasta el
asco a los vecinos de Pericles.
[ii] Utilizo el palabro “personeidad” para evitar la confusión con todas las
connotaciones caracteriológicas que lleva consigo el término personalidad.
[iii] Ilustremos esto con tres ejemplos. Opinión: la tortilla de patata está
mejor con cebolla. Creencia: sé que puede sonar raro, pero estoy seguro
de que mi perro me entiende cuando le hablo. No tengo la más mínima duda.
Conocimiento: el agua hierve a 100 grados centrígrados. Puedo demostrártelo
cuando quieras.