Una serie de alumnos y alumnas del IES Arzobispo lozano a quienes pronuncié un discurso con motivo de su graduación el pasado 15 de junio de 2018, me han pedido conservar dicho texto como recuerdo. Por ese motivo he decidido publicarlo en este blog para que cualquiera pueda leerlo.
Buenas tardes a todas y todos, alumnado, madres y padres,
profesores, y enhorabuena también a todas y a todos: quienes se gradúan y
quienes han trabajado durante meses para que este momento llegara.
La posibilidad que me han dado Myriam y Fina Amparo,
las compañeras de Actividades Extraescolares, de ofreceros hoy este discurso,
se convierte para mí en algo muy especial. Este año se cumplen cincuenta de
aquel mayo del 68, tan fugaz, pero
que cambió la forma de ver el mundo de millones de personas; aquella fue la
primera vez que se escucharon en serio las ambiciones, afanes y consignas de
estudiantes y adolescentes. Este año yo mismo cumpliré el medio siglo, y hace
exactamente veinte que empecé en la Enseñanza Secundaria, después de haber impartido
clases en las aulas de los colegios, de la Facultad de Bellas Artes, de la Universidad
Popular y de cuanto lugar de aprendizaje que se me pusiera a tiro. Y hace ahora
dieciocho años que nació este siglo loco, peligroso y apasionante, justo cuando
vosotros, los primeros millennials, o los millennials
perfectos (porque no sois hijos del siglo, sino más bien sus hermanos).
Así pues, en este cruce singular de fechas y flechas quiero
apelar a los que nos precedieron porque sólo así se podrá entonar un canto al
futuro. Y es que hace casualmente 65 años que se construyó este edificio,
aunque no parezca querer jubilarse, y desde entonces entre estos muros se ha
vivido el difícil milagro de la enseñanza. Aquí mismo, donde nos encontramos,
bajo este techo, miles de jóvenes año tras año vieron abrirse la ilusión de un
horizonte incierto a la vez que esperanzador. Y cientos de profesores, madres y
padres dejaron por un momento de interpretar el papel que les correspondía y
volvieron a sus recuerdos, fueron un poco adolescentes, un poco jóvenes que se
querían comer el mundo.
Yo hoy me permitiré la licencia de recordar sólo a uno de
esos profesores, Gregorio Ortigosa,
que tan sólo estuvo un par de cursos en Jumilla pero que hizo tanto y tan
bueno. Murió el año pasado y jamás me dio clase bajo estos muros, pero fue mi
maestro y mi segundo padre, el responsable de que hoy esté aquí y el autor de muchos
de los mejores consejos que me han dado, algunos de los cuales intentaré
articular esta tarde. Como él, muchos profesores y alumnos ensayaron antes que
nosotros la extraña forja de pasado y futuro que se da en la enseñanza; como
ellos, también los profesores de este año hemos encarnado esa acción de pasar
la antorcha de la que habló el Romanticismo
Alemán. Decía Eugenio Trías que
los seres humanos somos por naturaleza "limitanei", que en origen, como sabéis de historia, eran los
pobladores del "limes"
romano, y que Trías moderniza como
los habitantes del límite entre el mundo de lo visible y lo desconocido. Pues
bien, si hay seres limítrofes por antonomasia, esos son los alumnos, los
profesores, y también los padres, confluyendo en un espacio vacilante donde
crecen epifanías, anhelos y conatos de derrota. Somos los habitantes de un
espacio de riesgo, inestable, cuyo lugar físico se podría encarnar en los
pasillos del centro.
Vamos a hablar de
esos lugares y de esos seres especiales.
Decía un revolucionario judío hace más o menos dos mil años
(otro que fue hermano de un siglo, aunque él no llegaría a saberlo), a sus
discípulos: "yo os haré pescadores
de hombres". Pues bien, nosotros los profesores somos, en cierta
forma, pescadores, pescadores de futuro... Como en la obra de Ernest Hemingway, "El viejo y el mar", que os sonará
por inglés, recogemos y soltamos el sedal en un juego incomprensible para la
mayoría, buscando esa chispa, esa iluminación momentánea. Y cuando la
encontramos, ¡ah!, cuando la encontramos... ese pequeño instante, ese momento inasible
nos cura de todos los sinsabores, enfados, derrotas y desesperaciones que
constituyen la argamasa fundamental del oficio de enseñar y no pocas veces de
la disciplina de aprender.
Las Iluminaciones... el poeta Arthur Rimbaud, que conoceréis por francés, fue maestro en ellas;
así se llaman sus últimos poemas en prosa, escritos con apenas vuestra edad.
Nada escribiría pasados los veinte años, pero dejó textos como este:
“Las voces instructivas desterradas... La ingenuidad
física amargamente sosegada... –Adagio. ¡Ah!, el egoísmo infinito de la adolescencia,
el optimismo estudioso: ¡cómo el mundo estaba lleno de flores aquel estío! Los
sones y las formas murientes... ¡Un coro, para calmar la impotencia y la
ausencia! Un coro de vidrios, de melodías nocturnas... En efecto, los nervios
pronto van a estallar.”
Parece escrito tras un examen de EBAU.
Los pescadores de futuro encontramos tesoros entre los
pupitres, pero también muchas amarguras. La adolescencia no es un camino de
rosas, y hasta es posible que no deba serlo. Vuestra promoción, como otras tantas,
no lo ha tenido fácil. Ya en los primeros meses, allá en 1º ESO, recuerdo a alumnas acudir a mí en las tardes de biblioteca,
llorando, a algunas ni siquiera les daba yo clase. La crueldad es consustancial
al desarrollo del hombre. Recuerdo este año una conversación en una terraza,
junto a vuestra tutora, con una alumna que afrontaba los más duros reveses de
la vida con una templanza y fortaleza que no se encuentra en muchos adultos; sé
de compañeras y compañeros que han llevado en absoluto mutismo un autentico
calvario.
No, seamos justos, la vida de un adolescente no es nada fácil.
Decía Daniel Pennac,
que fue el peor de los alumnos y ahora es el mejor de los novelistas, que el
mundo de la enseñanza se ve amenazado por múltiples temores. El miedo del
alumno a fracasar, a no poder contestar las preguntas, a no llegar a la nota;
el miedo del profesor a no ser un buen maestro, a no enseñar como quisiera, y
finalmente, el miedo del padre o la madre a que su hijo no sea lo
suficientemente fuerte, no cumpla con las esperanzas. Detrás de todos estos
miedos, decía Pennac, se encuentra
la soledad, la soledad con mayúsculas, que es el más fiel compañero del
adolescente, el más sutil asesino de futuros. Y esta soledad sólo se combate
con la integración del esfuerzo de todos. En ese pequeño espacio limítrofe, ese
lugar de confianza entre profesor y alumno, la soledad, a veces, sólo a veces,
como fruto de un hechizo benéfico, desaparece.
Los profesores no somos entomólogos que clasifican saberes,
disecan esfuerzos o realizan una de esas taxonomías de biología sobre sus
alumnos. Quizá a veces lo parezca... no somos perfectos. Pero los profesores no
somos entes lejanos que observan la vida que se abre paso un poco más allá de
sus narices. La enseñanza no funciona así, por mucho que los diseñadores de los
currículos intenten, desde sus lejanas cuevas,
implementar los estándares económicos de la empresa en la escuela,
estabular las aulas para que parezcan fábricas... no funciona.
El mecanismo no es sólo de ida. El profesor, la profesora,
aprende enseñando, el alumno, la alumna, enseña aprendiendo. Yo he aprendido
muchas cosas de mis alumnos, y no es una frase hecha. He aprendido, como ya he
dicho, sobre la templanza y la valentía. Una alumna de ojos grandes vestida con
velo negro me ha enseñado conceptos del feminismo que no sabía. Este año he
escuchado en vosotros conversaciones alegres, avispadas, desde posiciones
políticas diametralmente opuestas con una sabiduría que ya no se ve en las
tertulias públicas, pero sobre todo he crecido como persona gracias a vosotros,
y esto lo digo con la entereza más absoluta.
Os quiero hablar ahora de un cuento de Jorge Luís Borges. Ya sabéis por literatura que es ese autor
argentino que murió hace hoy treinta años. Pues bien, hace setenta, predijo internet
en "La Biblioteca de Babel",
o el infernal mapa de Google en "El Rigor de la Ciencia", pequeños
y magistrales relatos. Ente sus múltiples joyas se encuentra "El acercamiento a Almotásim", una
parábola más sobre la hipertextualidad traída a las imágenes de los hombres.
Siempre llevo en la cabeza ese relato, especialmente cuando doy clases; he
intentado explicarme a mí mismo el porqué en mi blog de la Amalgama, nunca lo he conseguido. Hoy lo intento para vosotros.
Borges cuenta la historia de un hindú que se ve avocado a los más bajos niveles
de la ignominia, de la ruindad y un buen día escucha en un desconocido la
claridad lejana de un fragmento de pensamiento elevado. Nos dice Borges que este hindú "sabe
que el hombre vil que está conversando con él es incapaz de ese momentáneo
decoro, de ahí postula que este ha reflejado a un amigo, o amigo de un amigo. Repensando
el problema, llega a una convicción misteriosa: En algún punto de la tierra hay
un hombre de quien procede esa claridad; en algún punto de la tierra está el hombre
que es igual a esa claridad. El estudiante resuelve dedicar su vida a
encontrarlo".
Este misterioso hindú seguirá conociendo más y más personas
en las que ese perfume lejano se manifiesta con más fuerza conforme avanza, y
finalmente encontrará a Almotásim,
el hombre que busca. Por filosofía intuiréis que ésta podría ser una versión un
tanto esquinada del mito de la caverna, de la búsqueda de un arquetipo o ideal.
Pero no es eso lo que me fascina del relato.
No, lo que me mueve a pensar en esta historia es que en
realidad, Almotásim está presente
delante mío todos los días, está ahí, en un pupitre, cruzando un pasillo, que no
hace falta emprender la búsqueda. Sólo hay que desprender las capas que cubren
ese embrión, como un buen fenomenólogo, para encontrar lo que se esconde. Sólo hay
que estar atento al devenir de cada inteligencia, de cada sensibilidad distinta
y valiosa. Almotásim sois todos
vosotros, y un día también lo fuimos nosotros, los profesores, y a veces, sólo
a veces, lo seguimos siendo. Esta búsqueda tiene que suceder también en el
interior de cada uno de vosotros, para hacer factible una de las sentencias más
antiguas, el imperativo pindárico: "Llega
a ser lo que eres". Todos, en el fondo, sois en potencia Almotásim, y es vuestra misión terminar
encontrando esa claridad, ese decoro, esa excelencia que quiere crecer. Mi
maestro, Gregorio Ortigosa, creyó
encontrar un reflejo de Almotásim en
mí y luchó por mi futuro sin pedir nada a cambio; yo, que no soy más que un imitador, me he pasado la vida intentando
parecerme a mi maestro, porque entiendo que él decidió pasarme la antorcha, y
busco en vosotros, y no pido nada a
cambio, porque no puede ser de otra manera.
Pero en el fondo, cualquier profesor, como yo, como muchos,
tan sólo puede obtener destellos, sois vosotros mismos los que tenéis que
superar todas esas puerilidades, esas ruindades cotidianas que a todos nos
aquejan. Y es cierto, es importante obtener las mejores calificaciones, lograr
el éxito en la disciplina que uno elige, pero si no dejamos crecer a ese Almotásim que lleváis dentro, nada
tendrá sentido.
Dicho de otro modo, para que nadie deje de entenderme: no
permitáis que la vida os obligue a actuar fuera de vuestras convicciones, de
vuestros valores más profundos, si lo hacéis, movidos por el miedo o la
inseguridad, pronto obraréis deshonestamente. Dejad que los demás os aconsejen
y muestren su inquietud por vuestras decisiones, pero no permitáis que tuerzan
vuestro criterio. Sed críticos con el mundo que os rodea, pero primero con
vosotros mismos. No os dejéis engañar por las apariencias, ya sabéis que la
nuestra es la sociedad del espectáculo, así pues, recordad el concepto
de simulacro, que explico todos los principios de curso: lo
falso revestido de toda la energía de lo verdadero. Buscad la verdad
incansablemente. No desperdiciéis el tiempo en lo que no os convence, porque,
como dice vuestra tutora, aquí a mi izquierda, el tiempo no es oro, el oro es el tiempo.
Sé que en esta generación hay buenos atletas, vuestros
profesores de educación física os han preparado bien, pero sed atletas, además,
de la resistencia, de integridad y de la lealtad. Y hay héroes también de la
humanidad, de la inteligencia y la fortaleza entre esos asientos. Os he visto
realizar algunas hazañas:
A esa chica bajita que siempre ha llevado una sonrisa en el
rostro y que venció su miedo escénico contando sólo con el valor. A esa chica
espigada que ha ayudado a sus compañeros sin pedir nada a cambio, discreta y
comprensiva siempre. A ese chico de fina ironía que siempre deja juicios
certeros y no se entrega a hipocresías. A esa chica exigente consigo misma que
consiguió vencer la ansiedad y culminar la cumbre. A ese chico del que nadie
esperaba que acabara bachillerato, del que se decía que no iba a valer y ahora
celebra su victoria. A esas chicas que han entendido que la única forma de
luchar contra el machismo es dar un paso adelante. A esos chicos que pasaron
desapercibidos durante años y hoy recogen el fruto de una labor callada. A esos
dos chicos que hace unos días terminaron un cortometraje -sin yo esperarlo ni
saberlo- que merecería piropos del mismo David
Lynch. Y también a esos heroicos amores fugaces e inestables, y a ese pájaro dorado que volará toda una
vida.
Varios quedaron por el camino, varios de ellos siguen
luchando, no tienen menos mérito que los
demás. Seguirán en el camino y crecerán. Va por ellos también este
discurso.
Muchos os diremos que habéis sido un generación dura,
incluso difícil, que ha habido demasiados malos momentos; no importa, todas lo
son, ¿y qué mérito tendría si no llegar adonde habéis llegado? ¿Tendría si no
algún aliciente seguir adelante? También debéis saber que en esta sociedad
donde las formas de exclusión y marginación son cada vez más complejas, existe
un etarismo
silencioso. No es el etarismo que condena a los ancianos
a la soledad, terrible y más conocido, sino el etarismo hacia los jóvenes.
Forma parte del entorno y habréis de asumirlo: siempre se os dirá en el sitio
más inoportuno que sois vagos, presuntuosos, vanidosos, que no os implicáis en
nada, que carecéis de valores. En realidad, no es nuevo; en tiempos de Platón
ya era igual. Quizá hayáis notado esos juicios y os duelen, pero os puedo
asegurar que, salvo contadas excepciones, el
etarismo vive muy lejos de las aulas.
Vuestros profesores, entre los que me cuento, os habrán dicho cientos de
veces que no atendéis, que habláis demasiado, que no tenéis educación, que sois
como muebles, y mil diabluras mas... pero creedme, esas expresiones nacieron
siempre del afán por veros ser mejores personas y del desaliento, de la ansiedad
al comprobar que todavía os faltaba un poco más. Y creedme también cuando os
digo que no nos habéis defraudado, ni a nosotros ni a vuestros padres, que
estáis aquí por méritos propios, que nadie os ha regalado nada, que ya podéis dormir todo lo que queráis
(vuestro cerebro lo necesita), que podéis hacer todas las fiestas que
queráis (vuestro espíritu lo necesita) y
que podéis buscar todo el amor que queráis (vuestro cuerpo y no sólo
vuestro cuerpo lo necesitan). Creedme también cuando os digo que desde aquí os
deseamos la mejor suerte, los mayores logros y el suave tacto de la felicidad (tan fugaz y tan esquiva).
Y ahora ya para acabar, porque el calor y los nervios
aprietan, agitaré un pañuelo simbólicamente. Pienso que he dicho demasiado y
sin embargo no he dicho nada. Nunca es fácil para un profesor ver marchar a sus
alumnos, por mucho que a veces nos queramos hacer los duros. Son años enteros
de esa convivencia fronteriza, a veces en carne viva, a veces en el puro límite.
Siempre he dicho que este es un oficio extraño: uno cada vez es más viejo y sus
clientes siempre tiene la misma edad. El tendero y su parroquia envejecen
juntos, no así nosotros.
Es junio y llega el invierno para el instituto, las aulas se
vacían, los pasillos se quedan desiertos, entre las contraventanas suena un
viento tórrido al tiempo que desabrido. Todo queda como en un paréntesis...
Es entonces cuando me acuerdo de Kamchatka, aquella lejana república rusa donde se han llegado a dar
las temperaturas más bajas del mundo. Los pocos lugareños que la habitan
cuentan una leyenda antigua. En invierno, en la taiga, ese bosque boreal que
estudiasteis en geografía, el viento gélido congela las conversaciones de las
gentes, que quedan suspendidas en el aire, inertes. Pasan los meses y llega la
primavera, y entonces el bosque, como por encanto, se llena de susurros.
Pasará este invierno de junio y volverá septiembre, y
llegará octubre, que es como un renacer para el viejo edificio; veremos nuevas
caras, todo será bullicio, prisas y desconcierto, como vuestro aquel lejano primer
año. Y vosotros también volveréis por un momento, nos contaréis cómo es la
nueva facultad, los pisos de estudiante, la vida en las capitales, Murcia,
Valencia, Madrid... y será entonces, en ese instante, cuando vuestras palabras
germinen en primavera...
Muchas gracias!