Digamos que está ocurriendo en la puerta de un supermercado.
Digamos que durante cualquier mañana de sábado, concretamente el último del mes
de enero. Pongamos que en el municipio de Jumilla
(aunque podría ocurrir en cualquier lugar). Pongamos que un grupo de personas
pretenden recoger alimentos para una causa solidaria.
Añadamos ahora que el colectivo se llama Lo Nuestro, que es un grupo xenófobo, que los alimentos recogidos
sólo se entregarán a españoles que lo demuestren enseñando su DNI y que el
colectivo no tiene permiso para realizar tal actividad.
No estamos en Minnesota,
pero la situación descrita más arriba es real y ha acontecido (como en otros
lugares y en otras fechas) sin que las autoridades decidan disolver a los
convocantes: tenían permiso de concentración. Durante unos días, Lo Nuestro ha hecho propaganda de una
actividad aparentemente generosa, justificando la concentración como una
"protesta contra los recortes del gobierno".
Paralelamente, decenas de jóvenes que no pertenecen a
organización o partido alguno, van agrupándose en un ejemplo más de lo que yo
llamo desinvolture digital, actualizando el término acuñado por Ernst Jünger cuando en los años treinta
vio aglomerarse azarosamente en la berlinesa Alexander Platz, un numeroso grupo de transeúntes. Un poco por
suerte, otro poco por whatsapp, la
calle Fueros, corta y estrecha, se está poblado de racimos de personas que
controlan la posible llegada de los integrantes de Lo Nuestro. La única identificación concreta que admiten como grupo
estos transeúntes espontáneos es la de antifascistas
o "antifas". Yo remarcaré otra concreción, aun a sabiendas de que
suelen ser reacios a ellas: son jóvenes.
Lo Nuestro es una
asociación en constante crecimiento, un grupo que no duda en dejar claras sus
aspiraciones: expulsar a los inmigrantes en tanto culpables del paro y de la
precariedad de los ciudadanos españoles. Poco más. De manera sigilosa, los
líderes de la organización de tendencia fascista reclutan jóvenes incautos,
adolescentes con problemas de identidad o presos de una crisis familiar o
económica. La organización se extiende por diversas ciudades del sureste
español, como nos cuenta La
Crónica del pajarito, y en Murcia
hay barrios enteros controlados por sus miembros más jóvenes.
Vivo de la enseñanza, por eso estoy acostumbrado a las
manifestaciones inconscientes de etarismo
hacia los jóvenes por parte, no sólo de los profanos que preguntan en la barra
de un bar, sino también de los propios padres e incluso de muchos profesores.
Se puede pensar que el etarismo de
nuestra sociedad se circunscribe a las personas de la tercera edad, pero una discriminación
oscura y muy irresponsable envuelve a los jóvenes españoles. Son calificados
como vagos, cómodos, insolidarios, mal preparados, indisciplinados, pasivos y
toda la retahíla de términos que ya se usaban en iguales circunstancias en los
venerables tiempos de Platón.
Quizá el ejemplo más elocuente de discriminación hacia los
jóvenes españoles es que el cincuenta por ciento permanezca en paro.
En el desencuentro generacional medran grupos como Lo Nuestro, porque lo cierto es que ésta
es una historia de jóvenes. Jóvenes usados descaradamente con la aquiescencia
de unos adultos que miran hacia otro lado, con la negligencia de unas fuerzas
de seguridad que son enviadas a aplicar duros correctivos a la Plataforma Pro-soterramiento
descuidando otros escenarios. Es una historia de jóvenes porque sólo los
jóvenes de la capital y los municipios de Murcia
han visto en directo la capacidad de los grupos de extrema derecha, grupos
que no dudan en insultar y apalear norteafricanos, mujeres ataviadas con velo o
cualquier persona cuya indumentaria delate al desafortunado que los encuentre.
Tengo chicas en clase que, ante el acoso de estos grupos, salen a las calles de
Murcia armadas con pequeñas navajas
o espray de pimienta, sobre todo en barrios como La Flota, chicas magrebíes y chicas españolas, aplicadas y
pacíficas alumnas que un día se vieron desbordadas por una realidad a flor de
calle.
Los medios no ayudan. La resonancia a nivel nacional del
problema se limita a visibilizar reyertas entre grupos de extrema derecha y de
extrema izquierda, la paliza a la chica neonazi apellidada "La Intocable" y poco más. No se realiza un análisis en
profundidad visto desde la perspectiva de un problema social serio.
Despectivamente, el mundo adulto archiva el caso como peleas entre radicales.
Los padres aconsejan a sus hijos que "no se metan",
considerando que se trata tan solo de un burbuja marginal. Nadie quiere admitir
que no estamos ante un sarpullido adolescente, sino ante la amenaza creciente
que nace del fermento del profundo nihilismo de una amplia franja de nuestra
sociedad conocida como precariado. Es un error grave
considerar al precariado como una nueva clase económica; es una clase social
y no es tan nueva, sus bisabuelos fueron los votantes de Adolf Hitler.
Los adultos miran con paternalismo las concentraciones de
unos jóvenes que se declaran antifascistas.
En ocasiones los recriminan. Es una faceta de más del etarismo del que he hablado, anclado en la incomunicación entre
generaciones.
Yo conozco a esos
jóvenes. Los he visto explicar ante las fuerzas de seguridad la razón de su
concentración, sin aspavientos, con tranquilidad. Los he visto ante la Guardia Civil descubrirse el rostro que habían cubierto momentáneamente porque los
grupos fascistas tienen la costumbre de apuntar nombres y direcciones de
quienes no comulgan con su ideario.
Yo conozco a esos
jóvenes. Los veo todos los días estudiando en clase, sus noches están
ocupadas por los temas de bachillerato o de la facultad, no por riñas de bar de
esquina. Son respetuosos y amables en la clase, participan de las fiestas y de
la cultura de la comunidad a la que pertenecen, no discriminan a sus
semejantes, y sobre todo, no son tontos. Tampoco son idealistas. Simplemente
quieren una sociedad mejor que la que han encontrado.
Pero yo conozco
también a esos otros jóvenes. Los he visto en los pasillos, expulsados de
clase por indisciplina, levantando el brazo con su saludo militar, atendiendo
mudos a la lección de historia sobre el fascismo de los años treinta y
despreciando el resto de temas. He leído sus escritos en los pupitres. Los he
visto, en fin, danzar sonámbulos ante la puerta de unos recreativos, cerca de
los encargados de captar carne joven, no mucho más mayores que ellos, jóvenes
que han perdido el futuro en alguna negra esquina, que no ampliarán su campo de
referencias y cuyo espacio de confort es el odio.
Dentro de unos años ya será tarde, por eso es una buena noticia
que grupos pacíficos y serios de jóvenes antifascistas se organicen y planten
cara a una verdad que los adultos no pueden ver porque no pisan las mismas
calles, porque no viven el mismo mundo.