Anteayer finalizó una jornada más de tensión entre distintos
sectores de la sociedad española. Se celebraba el 11 de septiembre, la Diada.
El día transcurrió entre las acostumbradas invectivas de ambos bandos a las
que estamos acostumbrados desde hace años. Al otro lado de océano, el huracán
Irma devastaba el mar Caribe. Los
medios de comunicación silenciaron, en cambio, otras efemérides que tan solo
unos años antes parecían imprescindibles: los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001 o el ya olvidado asalto al Palacio de la Moneda de Santiago de Chile en 1973 y la
consecuente muerte del presidente electo Salvador
Allende.
El tiempo cíclico de la sociedad rural donde las
celebraciones se repetían anualmente con un marcado carácter ritual a dejado de
tener importancia en nuestra sociedad y ha dado paso al éxtasis hipermoderno de la novedad constante.
A pesar de todo, la luctuosa superstición de las fechas se
ha conservado y se decanta en precipitados de signos casi cabalísticos. 11M y 11S son dos de los más utilizados. El pasado mes de agosto fue
pródigo en el nacimiento de estas fechas fatídicas. Un jueves a mediados de
mes, una furgoneta desbocada atravesó las Ramblas
de Barcelona dejando el pavimento
sembrado de cadáveres. Era el 17-8-17,
un número simétrico y extraño sobre el que nadie reparó pero que servirá de
reclamo publicitario en posteriores homenajes. Al día siguiente se cumplía
inexorable el aniversario de un crimen sin resolver. 18 del 8 hacía 81 años Federico
García Lorca era asesinado sin que su cadáver haya todavía aparecido.
Nueve días antes, la escalada de tensión entre Estados Unidos y Corea del Norte alcanzaba una nueva cota de excitación y locura. Donald Trump anunciaba (ver declaraciones) al país asiático
que de seguir con sus amenazas "Se
encontrarán con una furia y un fuego jamás visto en este mundo" era la
respuesta a las pruebas balísticas del régimen de Pyongyang, vistas como una clara invitación a la guerra nuclear.
Nadie vio o nadie quiso ver esta vez la evidente broma macabra que escondían
las palabras de Trump: fueron
pronunciadas 72 años después del lanzamiento de la bomba de Nagasaki, el 9 de agosto de 1945. Nadie
reparó en la referencia oculta de Trump,
por muy clara que fuera, al vincular palabras tan gruesas con un ataque nuclear
provocado en su día contra Japón,
otro país asiático.
Dicen que el olvido es largo, pero en este caso el de los
medios de masas es además culpable, porque mostrar la irresponsabilidad de
palabras tan graves precisamente en un día de luto mundial como el 9 de agosto
nos hubiera hecho reflexionar sobre la ligereza con que los países se enzarzan
en conflictos irreversibles.
El 9 de agosto se hubiera perdido como una fecha más en la
constante sucesión de años si no fuera porque el 16 de julio de 1945 llegó a su
culminación el Proyecto Manhattan
con el Experimento Trinity. Ese día
de verano en el paraje de la Jornada del
Muerto, en Alamogordo (Nuevo Méjico) se hizo explosionar una
bomba de plutonio idéntica a Fat Man
-la que semanas después caería sobre la populosa ciudad de Nagasaki-. Ese 16 de julio se marca como fecha de inicio de la era
nuclear, de la muerte de cientos de miles de personas, de las centrales de
fusión, de la carrera de armamento de la guerra fría, , de las catástrofes de Chernóbil y Fukushima, de la amenaza, en fin, de la destrucción completa del
planeta.
Mientras los militares aplaudían el éxito de una prueba
sobre la que se mostraron escépticos desde el principio -pues creían que nada
pasaría tras activar la bomba- los científicos guardaban silencio o lloraban.
El eminente físico Kenneth Bainbridge
exclamó que "ahora todos somos unos hijos de puta". Robert Hoppenheimer recordó una frase
de los Vedas: "Me he convertido en muerte, soy el destructor de
mundos". La mayoría guardó un silencio absoluto durante un mes. Lo peor es
saber lo que los científicos barajaban como desenlace del experimento antes de
que se produjera. Entre los pronósticos estaban la destrucción de una amplia
parte de Estados Unidos a la desaparición de la vida en el planeta. Y sin
embargo siguieron. Los efectos reales fueron: un hongo nuclear de 12 metros de
altura, un cráter de 3 metros de profundidad y 330 metros de diámetro, una onda
de choque que se sintió a 160 kilómetros de distancia, la fusión total del suelo
de la arena -cuyo fruto, la trinitita,
se vende hoy en subastas- y la inauguración de una era en la que todavía nos
hallamos sumergidos, a la que pertenecen procesos como actual la escalada de
tensión entre Washington y Pyongyang. De hecho, la última
explosión nuclear conocida fue la supuesta detonación subterránea de una bomba H
en Corea del Norte, ver
enlace.
Nadie memoriza el 16 de julio de 1945 en los colegios, nadie
ha pensado nunca en recuperar la memoria de lo que pasó ese día, cuando los
hombres se creyeron dioses pero se convirtieron en demonios. Tras cientos de
filmes sobre la Segunda Guerra Mundial,
el experimento no ha merecido nunca una obra de ficción que lo acerque al gran
público, salvo una excepción. Dentro de la tercera temporada de la serie de
culto Twin Peaks, recientemente
finalizada, el cineasta David Lynch dedicó el capítulo 8, que ya forma parte de
la historia de la televisión, a la explosión del Experimento Trinity y a sus consecuencias. La serie escenifica la
modificación del tejido de la realidad tras la detonación hasta desencadenar el
mal absoluto y la llegada de siniestros personajes como Bob y los vagabundos
negros. Este nuevo tejido de la realidad parece estar fabricado con garmombozia,
una pasta de maiz, dolor y sufrimiento inventada por Lynch y Max Frost en una
película anterior. El famoso episodio 8 describe con
lentitud inexorable la expansión del hongo atómico y se sumerge en las
profundidades de un caos que llega a resultar tan bello como las imágenes precursoras
de Stanley Kubrik en 2001 Una odisea del Espacio y Terrence Malick en El árbol de la vida. Si estas obras significaban un canto a la vida,
la evolución y la renovación, una utopía optimista, la propuesta de Lynch es una distopía absolutamente
negativa y desesperanzada al ritmo del subyugante Treno a las víctimas de
Hiroshima, de Penderecky. Lo que
más inquieta esque el origen de esta recreación distópica está estrictamente
sacado de nuestra propia realidad. ¿En qué nos hemos convertido?