Acaban las fiestas navideñas y muchas familias, empresas o
centros educativos se disponen a guardar de nuevo las figuras y pequeñas
maquetas del belén. Es un acto no
exento de cierto aire elegíaco, una especie de condena al inframundo para estos
paisajes idílicos rurales que han poblado la imaginación de los niños en las
hipertrofiadas fechas del cambio de año.
Deslizar la vista
por las imitaciones de prados verdes, de riachuelos cantarines, de cumbres
nevadas, de oficios perdidos desde hace décadas, ahora en jovial marcha por
unos días, gracias a la magia de pequeños motores, es una fuente de minúsculos
placeres para todo aquel que ha visto bosques en el hueco de una teja o selvas
en el musgo de una losa. Para miles de niños exclusivamente urbanos, un Belén
es también un viaje a la mítica Arcadia.
El fraile italiano
Giovanni di Pietro Bernardone,
conocido como San francisco de Asís,
tuvo la idea de montar el pesebre, una recreación del medio rural
de la Palestina de Jesucristo
adaptada a los usos y costumbres de Europa en el siglo XII, de manera que el
mensaje bíblico fuera más directo; desde entonces, la forma de vida del mundo
medieval, que en las zonas rurales evolucionó poco hasta finales del siglo XIX,
ha popularizado el belén en el
entorno cultural católico. Y lo llamamos Belén,
así, como la aldea, igual que podríamos llamarlo Trujillo, o Albarracín.
Durante el siglo
XX, una pátina de nostalgia ha cubierto estas amables recreaciones a medida que
los usos y costumbres de épocas pasadas se iban convirtiendo en motivo de
estudio de la etnografía y el folklore más que de la cotidianeidad. Los belenes han tenido la notable ventaja
de no caer en la melosidad del costumbrismo al encarnar esa identificación
entre sociedad agrícola y existencia ideal que tanto ha alimentado los sueños
de la burguesía urbana.
Pero este año, en
los inicios del siglo XXI, esa relación amable entre la realidad de nuestro
entorno y el espejo de un mundo antiguo e imaginario parece haberse quebrado,
haber adoptado un aire funesto y desesperado.
Cuando observo los
ríos de estos belenes, perfectamente
canalizados sobre cauces pintados de verde turquesa, acompañando el rumor de
sus aguas al peculiar arrullo del motor del molino de vela o al sutil martilleo
del minúsculo herrero, pienso en los ríos reales que pretenden emular; ríos
como el Cuervo, de la Serranía de Cuenca, que han sido
fotografiados en tantas postales y excursiones familiares, y totalmente seco
desde septiembre de 2015. Pienso en muchos ríos humildes, pequeños oasis en las
planicies mesetarias españolas, desaparecidos por la sobreexplotación de los
acuíferos para indiscriminados riegos a manta. Pienso, cuando veo los pequeños
charquitos rodeados de lentejas germinadas -que en el belén simulan apacibles
estanques- en tantas lagunas naturales, Arcadia
de las aves acuáticas, que se tragó el desarrollismo desordenado, desde Gallocanta a La Janda, o las mismas Tablas
de Daimiel, o en la costa, la agonizante Albufera.
Cuando veo los
refinados ingenios de un Belén de convento, que simulan tormentas y
nieves en las cumbres de cartón-piedra, pienso en la anómala sequía del otoño
de 2015, o en las temperaturas de este invierno de 2016, que dan lugar, en
pleno enero, a valores casi tropicales en el sur de España, y no tan al sur,
provocadas, ya es un hecho, por un fenómeno del Niño (qué analogía perversa) desproporcionado por el cambio
climático antrópico que sufrimos.
Cuando contemplo
en el Belén del colegio los huertos
cercados con hortalizas de plastilina, de papel de seda, de goma eva o los
prados simulados con musgo depredado y trasplantado, condenado a morir en la
ignorancia de un trastero (bárbara costumbre que se resiste a desaparecer),
recuerdo las terrenos moribundos que deja la práctica del Fraking en el mundo agrícola de EE.UU, forma de minería salvaje que
nuestro gobierno pretende imponer en España a toda costa, no sólo con informes
medioambientales de todo tipo en contra, sino incluso con la seguridad de que
ni siquiera es ya rentable, en una especie de empecinamiento suicida.
Cuando me asomo a
las dulces casitas encaladas del Belén
del abuelo, con sus hornos artesanos adosados al muro, con los carpinteros,
zapateros o alfareros trabajando en sus obradores de miniatura, con las
bandadas de pollos de barro correteando junto a la fachada, las piaras de
cerdos de plástico rosa, las ocas blancas y los inefables pastores, recuerdo
tantas viejas construcciones completamente arruinadas que he visitado en mis
paseos por los campos desiertos del éxodo rural; antiguas explotaciones
ganaderas con decenas de empleados hoy convertidas en montones de escombro,
casas de labor y pequeñas cabañas para refugio de pastores con los tejados
vencidos por la vejez. Retazos de un mundo rural que se muere sin ayudas, sin
planes de reestructuración del medio, o de conversión, como en Francia, del
pequeño agricultor en guardián del paisaje, y deja atrás una tierra devastada,
yerma, agotada por el abuso de los abonos, como una anciana harta de parir.
Contemplo las
caras ilusionadas, hipnotizadas por los artificios y los ingenios del belén, por sus promesas anacrónicas, y
pienso en lo egoístas, engreídos e inconscientes que somos, en todo lo que
dejaremos perder por nuestra codicia y nuestra cerrazón. Es un sentimiento
anómalo frente a un decorado que pretende ser tan amable, pero así de anómalo
es nuestro presente, y en cambio lo aceptamos con indolencia y hasta con agrado.
Pienso que ahora
que como expiación por tanta estupidez nos toca a todos encarnar una sola
figura del belén: la siempre
bizarra, mísera y aburrida del caganer.
A la postre, es la que los niños, que saben mucho, buscan antes que todas las
demás.