Volvemos a las páginas de este blog tras unas semanas
dedicado a exposiciones y audiovisuales de los que ya hablaré en su momento.
Hoy quiero traer a colación un tipo de parasitismo animal
donde la manipulación del cerebro de la víctima permite al huésped controlar las
funciones relacionadas con la conducta. Aunque poco conocidos, son varios los
casos en el reino animal donde animales independientes, incluso depredadores
voraces son reducidos a patéticos zombies.
Un artículo en el número de noviembre de la prestigiosa revista National Geographic, firmado por Karl Zimmer, con mágnificas fotografías
de Anand Varma, reúne varios de
estos casos y disecciona con detalles las fases de uno estos curiosos fenómenos;
el de la Mariquita norteamerica, (Coleomegila maculata) y la temible avispa Dinocampus Coccinellae, especialista en
parasitar varias especies de las populares mariquitas.
La historia comienza cuando la avispa adulta introduce un
huevo en el abdomen de este beneficioso coleóptero, eficaz depredador de áfidos que en las explotaciones
ecológicas se ha convertido en el mejor aliado del agricultor. En todo caso,
por muy voraz que sea la mariquita, gran parte del alimento que ingiere va directamente
a beneficiar a la larva de la avispa, que paulatinamente va creciendo en su
interior. la mariquita sacia su hambre de pulgones sin ser consciente de que
algo en su interior la está secando literalmente. Hasta aquí el escenario no es
muy distinto al de otros casos de parasitismo en los que el huésped se instala
en el intestino de la víctima. El episodio más curioso, y tenebroso, se produce
cuando la larva de la avispa, incapaz por su tamaño de vivir dentro del
escarabajo, sale al exterior por una hendidura del caparazón. Seguidamente,
como ocurre con tantas especies de avispas parásitas que no forman comunidad ni
enjambran, la larva teje su capullo de seda.
Pero el huésped no se despega de su benefactor. Muy al
contrario, las sustancias que la avispa ha introducido en el cerebro de la
mariquita obligan a ésta a permanecer junto al capullo de seda y a defenderlo
ferozmente si cualquier depredador osa acercarse. La mariquita, como nos cuenta
gráficamente Karl Zimmer en su
artículo, "a todos los efectos se ha
convertido en el guardaespaldas del parásito". Así permanecerá hasta
que la pupa se desarrolle, abandone el capullo vacío y a la víctima paralizada,
destinada a una muerte segura. Parece ser que algunos ejemplares sobreviven a
la terrible experiencia, me queda la duda de saber si esos mismos individuos
pueden volver a caer por segunda vez en las garras de la avispa parásita. Espero que los biólogos nos resuelvan el misterio uno de estos días.
Lo que les he contado, acompañado además de estupendas
fotografías, -reproduzco una de ellas en la cabecera- pasa por ser una de las escenas más
patéticas y terroríficas que uno puede ver en el reino animal. Ese ser
indefenso, sin otra voluntad que defender a aquél que lo ha desangrado,
chupado, y que finalmente lo llevará a la muerte, es sin duda la representación
perfecta de un zombie, pero también un animal que, pese a la distancia
biológica que nos separa de él llama a un sentimiento de piedad y compasión.
No quiere servir este ejemplo como una metáfora de
comportamiento humano alguno, como ya querrán suponer los lectores que me
conocen, no es esa mi intención, al contrario, he llegado a la convicción de que
el mismo mecanismo que se observa en este reino de insectos tiene lugar en la
sociedad que hemos creado, aunque por medios mucho más sofisticados.
El miedo, la incultura y la empatía natural de las masas
sociales para seguir al líder que se les ha señalado son cualidades humanas que
pueden ser aprovechadas para lograr la inmovilidad de miles de individuos. Pero
hay algo más.
Los medios de masas, principalmente, colaboran como es
sabido con los poderes establecidos para perpetuar en los puestos de control a
los gestores de políticas claramente regresivas, que potencian la desigualdad y
condenan a sectores sociales en teros a la marginación. Los intelectuales de
corte progresista se estrujan el cerebro intentando entender cómo es posible
que los mismos sectores desfavorecidos sigan prestando la confianza y el voto a
aquellos que precisamente los han perjudicado. Se inventan terminologías
novedosas para intentar explicar cómo es posible la existencia de este
fenómeno. Así, por ejemplo, Manuel
Vicent, en un artículo publicado en El País titulado Infección,
inventa el término "ideología mórbida" para intentar comprender cómo muchos votantes son incapaces de ver "el lado sórdido de los políticos de (su)
partido" y siguen con un voto esclavo sin ni siquiera ser conscientes
de que se han hecho cómplices de la corrupción. Incluso aquellos más
desfavorecidos, como los parados de larga duración, son capaces de seguir
confiando en un gobierno que los ha condenado al ostracismo, como demuestra un
artículo publicado el 30 de abril de 2014 en Infolibre
que desvela que la mayoría de los parados que perdieron su trabajo en 2011 y
votaron al PP, van a seguir votándolo en la próxima convocatoria. Las excusas
son a veces más tristes que la misma acción irresponsable que lleva a despreciar
algo tan íntimo como el voto de un sujeto. Hay quienes exhiben sin pudor las
migajas que le han tocado en suerte como si fueran fruto de la caridad y no el
resto fraudulento, depauperado y tramposo del derecho a disfrutar de un
servicio público irrenunciable.
No muy lejos de este fenómeno podemos situar esa situación
clásica conocida desde 1973 como Síndrome
de Estocolmo, en la que el secuestrado desarrolla sentimientos afectivos o
empáticos respecto al captor. Es cierto que no podemos comparar la reacción del
cerebro de un coleóptero provocada por la inoculación de enzimas por parte de
una avispa, pero el resultado llega a ser igual de desgarrador; recientemente
saltó a los medios -ver
El Mundo- la noticia de un indigente de
Madrid que votaba y colaboraba fielmente desde hacía años con el PP de esta ciudad y que se vio desorientado ante
la propuesta de Esperanza Aguirre de limpiarlo de las calles.
Quizá después de todo no sea tan descabellada la idea de Manuel Vicent de catalogar como
enfermedad un comportamiento tan alejado de la razón y del sentido común.