Avanza septiembre y
Atienza se sumerge de nuevo en su realidad, un pequeño pueblo serrano del
norte de Guadalajara, agreste y
remoto, tocado por la belleza de lo inalcanzable. Apenas durante un par de
meses, los propios del estío, Atienza ha
sido un pueblo jovial y luminoso, con restaurantes llenos de viejos conocidos
que han venido de la capital o de turistas ansiosos de paz y paisajes serranos.
Atienza, en verano, es el pueblo de
los museos; cobija hasta cinco entre sus recias casonas de sillar. Los museos
atraen a otro tipo de viajeros, los amantes del arte antiguo y de historias
medievales; de los fósiles raros o de las costumbres ancestrales. Pero no
siempre fue así. Hasta bien entrados los setenta, Atienza fue, como tantos, un pueblo sometido al pillaje y al olvido
de gobernantes civiles y religiosos.
Hasta que cayó por
allí, D. Agustín González, que tras
terminar la carrera de medicina se había iniciado en el sacerdocio.
Cuentan los
vecinos que antes que este D. Agustín
hubo otro párroco, que era de Imón,
y que obedecía a ciegas los mandatos del Obispo
de Sigüenza: vendió una iglesia y dejó que el retablo se lo llevara otro
pueblo, convirtió en dinero para el obispo una custodia y otras joyas. Cuando
hace treinta y cinco años D. Agustín
entró en San Juan Bautista, la única parroquia viva del pueblo, las cosas
empezaron a cambiar. El nuevo párroco se enfrentó al obispo, se empeñó, sin
ayuda de nadie, oponiendo tozudez a la estulticia, en poner en valor el
patrimonio de Atienza, retechando
iglesias románicas y creando en su interior tres museos en fechas sucesivas:
primero San Gil, después San Bartolomé y por último la Santísima Trinidad. A
las vetustas colecciones de arte religioso añadió, gracias a la generosidad de D. Rafael Criado, un médico amigo suyo
aficionado a la paleontología, uno de los mejores museos de fósiles de España. Y todo sin la ayuda de nadie,
ni vecinos ni gobernantes. Cuando estos museos empezaron atraer visitantes, tan necesarios en este
lugar perdido, las autoridades reaccionaron y se subieron al tren; a rebufo, la
Diputación Provincial y la Junta de Comunidades crearon el Centro de Interpretación de la Cultura Tradicional
y habilitaron un espacio para un nuevo Museo
Etnográfico. Gracias al empeño de aquel hombre, el turismo fluye ahora en
julio y agosto durante los fines de semana de gran parte del resto del año.
Cumplidos los
ochenta años, superadas cuatro operaciones de cáncer, el párroco de Atienza, jubilado, atiende diez parroquias
en la zona y todavía tiene tiempo para atender eventos culturales. Un fin de
semana de agosto somos testigos de hasta qué punto hoy Atienza es un lugar vivo y cosmopolita a su manera. Se había
programado un concierto de órgano en San Juan Bautista; a las teclas, la doctora en Artes Musicales Riyehee Hong, prestigiosa coreana
formada en Houston. Terminado el
concierto, el anciano cura aún tiene ganas de guiar en los vericuetos técnicos
al asistente de la intérprete. En la Plaza del Trigo, de una belleza que supera
su justa fama, D. Agustín se acerca a un anciano y lo saluda amistosamente. Resulta
ser el muy veterano pintor José María Falgas,
uno de los más famosos artistas vivos nacidos en Murcia. Entablamos una tan
sorprendente como curiosa conversación entre murcianos y pintores. Falgas pasó aquí una temporada en su
juventud, que recuerda junto a la atencina Paquita. Más tarde, arreglamos el
mundo junto a Mariano, el justo,
cabal y noble taxista jubilado en Leganés,
que aún conserva su casa natal de Atienza.
Septiembre avanza,
los turistas se fueron, y los últimos veraneantes cierran sus casas para todo
el invierno. Atienza puede tener en
agosto unos cuatrocientos vecinos, el resto del año no llegan a cien. Es fácil
festejar a D. Agustín en los días
soleados, pero él y unos cuantos ancianos más resistirán los rigores del viento
del norte en absoluta soledad, aislados como en tantos otros lugares por la
incuria de un país que condenó a la desaparición a un mundo rural que no merece
tal destino. La España del ladrillo, del AVE,
de las vías rápidas hacia las playas, del turismo indiscriminado ha echado a
perder miles de pueblos como Atienza.
Una vez que los caciques levantaron el vuelo dejando tras de sí los baldíos
nadie fue capaz de proponer una alternativa. Tan sólo una reducida lista de
maestros de escuela, médicos, entusiastas desinteresados, curas o ingenieros
agrónomos salvó del más negro destino algunos de estos lugares. Ahora que los
planes Leader han continuado la
labor iniciada, ya nadie recuerda a estos pequeños héroes rurales.
Sirva pues de
ejemplo este cura de Atienza, que
aún atiende a sus enfermos, como persona y también como símbolo de un milagro
que ningún político oportunista debería siquiera soñar con reclamar.