Ya hace más de dos meses que esta columna no recibe una
entrada de su creador. El exceso de ocupaciones y la enfermedad han demorado el
reinicio que hoy abordamos. Tras tanta demora, hoy hablaremos de justicia,
de fechas, de la memoria.
Hace cien años y una semana comenzó la Primera Guerra Mundial, de la que pocos han querido hacerse eco, aunque
el dolor que transpira es todavía palpable. Aquel 28 de
julio de 1914 significó la radical destrucción de toda una generación
europea, la desaparición de varias decenas de millones de almas. Tan sólo unos
meses antes, nadie podía imaginar siquiera semejante dislate; lo narra muy bien
Stephan Zweig en “El mundo del ayer”. La era de la
seguridad, pacientemente labrada a lo largo del siglo XIX, fue borrada de un
plumazo.
Hace exactamente tres semanas despedimos a Mar con tan solo veintidós años. Mar era una joven vitalista, seria,
trabajadora, comprometida con su sociedad, con claras ideas políticas, un
modelo para sus iguales y también para muchos de sus mayores. Acorralada por
una dura enfermedad, lucho contra ella durante toda su vida, y nadie de los que
la conocimos escuchó de su boca una queja; su fragilidad se transformaba
siempre en fortaleza sin que la mayoría se diera cuenta. Yo la conocí como
alumna en el instituto, no tendría ella ni quince años, cuando junto con unas
amigas me propuso una exposición titulada Otaku
Express, que englobaba los fondos de comics
Manga de su propiedad y de varias compañeras. Colocaron en la biblioteca,
desinteresadamente, todo ese material para que el resto de alumnos pudiera
acceder a él y hojearlo. Tras ese momento seguí sus pasos y tuve ocasión de
impartirle clases en 2º de bachillerato. Cursaba la opción bio-sanitaria y aún
tenía tiempo para demostrar su profunda sensibilidad y su madurez y entereza en
unos guiones para cortometrajes que todavía atesoro. Era tenaz, ordenada,
recta, tiraba de sus compañeros, y silenciaba sus propios problemas. A través
de la familia, esa familia ejemplar hasta lo indecible, sé que mantuvo sus
virtudes, sus ganas de vivir, su perseverancia, hasta el final.
Siempre serán pocas las palabras que recuerden su nombre,
pero aunque concisas, se hacen necesarias, porque Mar aparece como un modelo, un espejo en el que fijarnos, pero
también es ejemplo de una juventud que la generación de sus mayores parece
querer ocultar, olvidar, y lo que es peor, en muchos casos maltratar y humillar
con ideas tan tendenciosas como falsas. Esa juventud a la que pertenecía Mar es la habita la España de hoy, país que ha renunciado a
sus obligaciones con ella. El pacto social está roto, porque el estado es
incapaz de ofrecer un futuro a los jóvenes que forman parte de él. A esos
jóvenes, que son la sangre de la sociedad, se les ha dejado caer sin contemplaciones: la
educación se ha devaluado en las etapas iniciales y encarecido hasta el insulto
en el mundo universitario; la falta de empleo ha condenado a miles de titulados
que apenas acaban de dejar la adolescencia a una prematura emigración sin
horizontes, sin tarjeta sanitaria y sin esperanza de rescate. Los jóvenes se
forman y se forman indefinidamente mientras ven ninguneadas sus capacidades por
políticos domesticados por las grandes corporaciones, por funcionarios
adocenados, por empresarios viciados por el fraude, por obreros desclasados y
asociales, por un gobierno que ha asesinado la innovación científica e
industrial, por una generación de cínicos que se dio en su día a la desidia o
al dinero fácil, o a ambos; incluso hay algunos profesores que entran a engrosar
estas filas y pretenden aleccionar a sus alumnos desde la mediocridad de una
plaza conseguida en tiempos de bonanza.
Y cuando estos jóvenes se agrupan en formaciones sociales o políticas y
hacen valer su madurez democrática por cauces novedosos, son criticados primero
e insultados después por periodistas caducos engordados con la sopa boba del
poder.
Hace cien años, tanto la codicia desorbitada de los grandes
industriales, que empujaron a los estados a una lucha tan estúpida como inútil,
como los métodos arcaicos del poder militar, de generales como Joffre o Ludendorff,
que enviaron a cientos de miles de soldados a una muerte segura en operaciones
inútiles, barrieron del mapa la juventud de Europa, una juventud educada en
unos principios que se creían los propios de una sociedad avanzada y resultaron
ser billetes de lotería sin premio lanzados al viento gris ceniza. Hoy, una
juventud, la juventud de Mar,
perfectamente formada, educada en una democracia que se ha demostrado falsa, es
despreciada y condenada por un sistema capitalista que ha pasado por encima de
los estados, de las leyes, de la decencia, de las personas y descarrila sin
remisión.
Es necesario ahora citar la sentencia más antigua del
pensamiento occidental, escrita hace más de dos mil quinientos años por Anaximandro, y que reza: “De donde las cosas tiene su origen, hacia
allí deben sucumbir, según la necesidad; pues tiene que expiar y ser juzgadas
por su injusticia, de acuerdo al orden del tiempo”. En ella se habla ya de
la justicia como equilibrio entre las cosas, y es el equilibrio racional lo que
pedimos para los jóvenes, pero pedimos también memoria, porque hoy más que
nunca la memoria es sinónimo de justicia.
Según la sentencia de Anaximandro,
hemos de rendir tributo a Mar, por
haber sido ejemplo de excelencia en su vida, así podremos combatir el
desequilibrio absurdo de su temprana muerte, y, por su parte, deben los jóvenes
exigir justicia y reparación a esta sociedad, jóvenes como Mar, más numerosos de lo que se quiere hacer creer, por encima de
la leyenda interesada del narcisismo y la superficialidad, menos común de lo
que interesa a los poderosos.