Una
calle, estrecha, los ríos de coches se dirigen a la arteria derramando gotas de
sangre muerta. Unos ya han penetrado, como agujas en la vía atestada, otros,
bloqueados por un semáforo enrojecido, se agazapan a la espera. En ese momento,
en un tráfico ya lento, diviso el camión de la basura pegado a la boca del
aparcamiento de un supermercado, mi última parada, al que todavía intentan
acceder otros conductores. Las dos corrientes de tráfico se hacen más y más
lentas, como entorpecidas por cúmulos de colesterol. Finalmente, el tránsito se
para.
De una puerta de persiana plegable brotan contenedores
atestados de comida caducada; pasan rápidamente de las manos de los empleados
del supermercado a las del peón del ayuntamiento. Justo en ese trance, dos mujeres de etnia gitana se
apresuran a coger y abrir las bolsas de basura. Con envidiable pericia, sacan
los alimentos envasados que todavía se pueden consumir con cierta tranquilidad.
Tiene sus propias bolsas preparadas. Mientras el resto de contenedores pasan de
manos, ellas seleccionan, separan, revisan y devuelven las bolsas semi-vacías al
basurero, que desde hace meses tiene un acuerdo con las mujeres. Los empleados
del supermercado las ignoran, no está en su labor impedir la maniobra. La
transacción se repite con los contenedores restantes, mientras el tráfico en la
vía se aprieta y la presión empieza a ser evidente. Por cada contenedor, al menos
tres coches se incorporan al atasco. El claxon comienza a sonar en varios de ellos.
Estoy
justo delante de la bocacalle por la que penetra otra vena de tráfico, a pocos
metros del garaje y del camión de basura, pero mi situación privilegiada hace
que me percate de que a mis espaldas se acumulan cada vez más conductores, en
una proximidad corporal incómoda y obscena. Delante, veo gesticular violentamente
a más de uno, detrás, por el retrovisor, observa las caras congestionadas de
los que tocan el claxon. Los nervios enloquecen a alguno de los congregados a este
banquete infecto. Pantallas azules comienzan a brillar en los asientos de los
copilotos. En cuanto a mí, por suerte llevo algo grande en el lector de CD’s.
Como diría el escultor Mariano Spiteri,
que sólo trabaja con Dios, yo sólo conduzco con Dios, que es Bach, así pues, descanso, disfruto de
la música y me convenzo de que lo que estoy viviendo es tan sólo una secuencia
de una película de Fellini.
Tras un
largo escándalo, el tráfico se reanuda entre una feria de luces de ciudad, de faros,
de pantallas, de avisos del camión. Mientras reanudo la marcha, veo a las
mujeres; descansan, gastan bromas y ríen, miran pícaramente a los automóviles que
pasan, maldiciendo entre dientes. Esta noche ellas cenarán caliente, nosotros
también.
Está
claro que la locura se ha apoderado de todos nosotros, seres nocturnos que
gastamos millones de kilowatios de
energía vendida a precio de oro por oligarcas
hipertensos. Mientras la ONU
vincula sin lugar a dudas el Cambio Climático
a la acción del hombre, mientras la NASA
hace lo propio, los consumidores perdemos la poca cordura que nos queda: llegaremos
unos minutos tarde a nuestro hogar sobrecalentado porque un par de gitanas recoge
comida caducada en un contenedor