La reducción del espacio público, del tiempo público, en los
últimos años es una realidad tan evidente que no vamos a redundar en todas sus
facetas: los multitudinarios recortes ordenados por instituciones
internacionales de carácter macroeconómico, la rápida devaluación de la sanidad y la educación públicas en
los países del Sur de Europa, las constantes externalizaciones de servicios antes ofrecidos directamente por las
instituciones de los estados… No insistiremos en hechos tan evidentes y tan
comentados en los medios. Vamos, de la mano de Eugenio Trías, como ya comenzamos en una entrada anterior, a
ofrecer ejemplos físicos, tangibles, de verdaderos espacios públicos, espacios
comunes, fronteras o franjas entre dos mundos cerrados, que han sido paulatinamente
estrechados, sofocados, estrangulados entre las trituradoras de lo privado. En
la entrada anterior sugerimos que el
límite en el que se inscribe el lugar de la comunidad, el espacio público,
era una suerte de balcón privilegiado al cerco
hermético de los anhelos, esperanzas y utopías comunes de la humanidad. El cerco del aparecer descrito por Trías
era, desde un punto de vista social y económico, el mundo del consumo de masas,
que tapa con su espectáculo hoy por hoy cualquier otra asunción social, incluido
el mismo estado.
Un ejemplo elocuente ilustra mi afirmación en un artículo
publicado por Philippe Rekacewicz en
el número 208 de Le Monde Diplomatique
(edición en español). En un ejercicio de la llamada cartografía radical, se
analizaba en ese texto la constante reducción del espacio público internacional
en los aeropuertos del Norte de Europa a favor de las tiendas Duty Free (libres
de impuestos). Por ejemplo, entre 2005 y 2007, en dos remodelaciones, el
aeropuerto de Oslo, Gardermoen, vio reducida su terminal internacional de forma
tan dramática que tan sólo quedó un estrecho pasillo cuya única función era el
paso rápido a la Duty Free. Parecidos procesos se vieron en Estocolmo (Arlanda)
o en Berlín Schönefeld) ya en 2013. Los pasajeros, que hasta entonces
utilizaban el espacio internacional como zona de relax, de encuentro o cita, de
reflexión, de simple ejercicio de su entidad de ciudadanos momentáneamente
internacionales, se encuentran ahora prácticamente estabulados, como reses
conducidas al pesebre de las Duty Free Shop, que han visto crecer su propio
espacio dedicado al puro consumo de forma desmesurada. Las entradas directas a
la zona de embarque a través de la terminal pública quedan ahora sutilmente
vedadas por muros de carros o puertas reservadas a personal interno, de forma
que es obligado el paso por el interior de la tienda libre de impuestos, donde
el pasajero, ya bastante atropellado, se carga con pesos innecesarios mientras
vacía sus bolsillos o su tarjeta de crédito. Como señala Rekacewicz, nos
encontramos en unos aeropuertos donde “los
estados se retiraron y la gestión fue (…) terceralizada y confiada a empresas”,
de forma que las antiguas zonas públicas se han convirtieron en “ciudades dentro de la ciudad”, ciudades
del consumo, megacentros comerciales, aparcamientos de pago, supermercados y
tiendas free-tax. Es cierto que el
aeropuerto ha sido durante lustros un “territorio entre dos mundos”, un
verdadero “límite” según lo entiende
Trías, pero hoy empieza a ser la prueba fehaciente de que el cerco del aparecer
convertido en consumo se ha comido ya al cerco hermético, el de los sueños
universales del pasajero como ciudadano del mundo, espíritu libre entre
terminales. Eso se acabó, el pasajero internacional no es hoy otra cosa que un
cliente potencial al que exprimir y conducir a la zona de consumo.
Esta situación de los aeropuertos actuales recuerda bastante
a los conocidos como no-lugares,
espacios sin identidad, sin alma, deshumanizados, que han proliferado en la
época de la postmodernidad, tanto como los solares incultos, las urbanizaciones
perdidas, las estaciones de tren alejadas de las ciudades (la Fernando Zóbel de Cuenca es un gran ejemplo),
los grandes vestíbulos desangelados de los museos vacíos, y tantas otras
traducciones del vacío existencial tras las cenizas de la modernidad.
Dice Marc Augé en
Los no lugares. Espacios del anonimato,
que “si un lugar puede definirse como
lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse
ni como espacio de identidad ni como
relacional ni como histórico, definirá un no-lugar”. Las viejas terminales
agostadas son no-lugares radicales, y los pasajeros, asustados por el hálito de
vacío, nada y muerte, huyen despavoridos al interior de las Duty Free Shop, sin
saber que han viajado del purgatorio al infierno.