viernes, 2 de marzo de 2018

UNA HISTORIA DE DISCRIMINACIONES




Digamos que está ocurriendo en la puerta de un supermercado. Digamos que durante cualquier mañana de sábado, concretamente el último del mes de enero. Pongamos que en el municipio de Jumilla (aunque podría ocurrir en cualquier lugar). Pongamos que un grupo de personas pretenden recoger alimentos para una causa solidaria.
Añadamos ahora que el colectivo se llama Lo Nuestro, que es un grupo xenófobo, que los alimentos recogidos sólo se entregarán a españoles que lo demuestren enseñando su DNI y que el colectivo no tiene permiso para realizar tal actividad.
No estamos en Minnesota, pero la situación descrita más arriba es real y ha acontecido (como en otros lugares y en otras fechas) sin que las autoridades decidan disolver a los convocantes: tenían permiso de concentración. Durante unos días, Lo Nuestro ha hecho propaganda de una actividad aparentemente generosa, justificando la concentración como una "protesta contra los recortes del gobierno".
Paralelamente, decenas de jóvenes que no pertenecen a organización o partido alguno, van agrupándose en un ejemplo más de lo que yo llamo desinvolture digital, actualizando el término acuñado por Ernst Jünger cuando en los años treinta vio aglomerarse azarosamente en la berlinesa Alexander Platz, un numeroso grupo de transeúntes. Un poco por suerte, otro poco por whatsapp, la calle Fueros, corta y estrecha, se está poblado de racimos de personas que controlan la posible llegada de los integrantes de Lo Nuestro. La única identificación concreta que admiten como grupo estos transeúntes espontáneos es la de antifascistas o "antifas". Yo remarcaré otra concreción, aun a sabiendas de que suelen ser reacios a ellas: son jóvenes.
Lo Nuestro es una asociación en constante crecimiento, un grupo que no duda en dejar claras sus aspiraciones: expulsar a los inmigrantes en tanto culpables del paro y de la precariedad de los ciudadanos españoles. Poco más. De manera sigilosa, los líderes de la organización de tendencia fascista reclutan jóvenes incautos, adolescentes con problemas de identidad o presos de una crisis familiar o económica. La organización se extiende por diversas ciudades del sureste español, como nos cuenta La Crónica del pajarito, y en Murcia hay barrios enteros controlados por sus miembros más jóvenes.
Vivo de la enseñanza, por eso estoy acostumbrado a las manifestaciones inconscientes de etarismo hacia los jóvenes por parte, no sólo de los profanos que preguntan en la barra de un bar, sino también de los propios padres e incluso de muchos profesores. Se puede pensar que el etarismo de nuestra sociedad se circunscribe a las personas de la tercera edad, pero una discriminación oscura y muy irresponsable envuelve a los jóvenes españoles. Son calificados como vagos, cómodos, insolidarios, mal preparados, indisciplinados, pasivos y toda la retahíla de términos que ya se usaban en iguales circunstancias en los venerables tiempos de Platón.
Quizá el ejemplo más elocuente de discriminación hacia los jóvenes españoles es que el cincuenta por ciento permanezca en paro.
En el desencuentro generacional medran grupos como Lo Nuestro, porque lo cierto es que ésta es una historia de jóvenes. Jóvenes usados descaradamente con la aquiescencia de unos adultos que miran hacia otro lado, con la negligencia de unas fuerzas de seguridad que son enviadas a aplicar duros correctivos a la Plataforma Pro-soterramiento descuidando otros escenarios. Es una historia de jóvenes porque sólo los jóvenes de la capital y los municipios de Murcia han visto en directo la capacidad de los grupos de extrema derecha, grupos que no dudan en insultar y apalear norteafricanos, mujeres ataviadas con velo o cualquier persona cuya indumentaria delate al desafortunado que los encuentre. Tengo chicas en clase que, ante el acoso de estos grupos, salen a las calles de Murcia armadas con pequeñas navajas o espray de pimienta, sobre todo en barrios como La Flota, chicas magrebíes y chicas españolas, aplicadas y pacíficas alumnas que un día se vieron desbordadas por una realidad a flor de calle.
Los medios no ayudan. La resonancia a nivel nacional del problema se limita a visibilizar reyertas entre grupos de extrema derecha y de extrema izquierda, la paliza a la chica neonazi apellidada "La Intocable" y poco más. No se realiza un análisis en profundidad visto desde la perspectiva de un problema social serio. Despectivamente, el mundo adulto archiva el caso como peleas entre radicales. Los padres aconsejan a sus hijos que "no se metan", considerando que se trata tan solo de un burbuja marginal. Nadie quiere admitir que no estamos ante un sarpullido adolescente, sino ante la amenaza creciente que nace del fermento del profundo nihilismo de una amplia franja de nuestra sociedad conocida como precariado. Es un error grave considerar al precariado como una nueva clase económica; es una clase social y no es tan nueva, sus bisabuelos fueron los votantes de Adolf Hitler.
Los adultos miran con paternalismo las concentraciones de unos jóvenes que se declaran antifascistas. En ocasiones los recriminan. Es una faceta de más del etarismo del que he hablado, anclado en la incomunicación entre generaciones.
Yo conozco a esos jóvenes. Los he visto explicar ante las fuerzas de seguridad la razón de su concentración, sin aspavientos, con tranquilidad. Los he visto ante la Guardia Civil descubrirse el rostro que habían cubierto momentáneamente porque los grupos fascistas tienen la costumbre de apuntar nombres y direcciones de quienes no comulgan con su ideario.
Yo conozco a esos jóvenes. Los veo todos los días estudiando en clase, sus noches están ocupadas por los temas de bachillerato o de la facultad, no por riñas de bar de esquina. Son respetuosos y amables en la clase, participan de las fiestas y de la cultura de la comunidad a la que pertenecen, no discriminan a sus semejantes, y sobre todo, no son tontos. Tampoco son idealistas. Simplemente quieren una sociedad mejor que la que han encontrado.
Pero yo conozco también a esos otros jóvenes. Los he visto en los pasillos, expulsados de clase por indisciplina, levantando el brazo con su saludo militar, atendiendo mudos a la lección de historia sobre el fascismo de los años treinta y despreciando el resto de temas. He leído sus escritos en los pupitres. Los he visto, en fin, danzar sonámbulos ante la puerta de unos recreativos, cerca de los encargados de captar carne joven, no mucho más mayores que ellos, jóvenes que han perdido el futuro en alguna negra esquina, que no ampliarán su campo de referencias y cuyo espacio de confort es el odio.
Dentro de unos años ya será tarde, por eso es una buena noticia que grupos pacíficos y serios de jóvenes antifascistas se organicen y planten cara a una verdad que los adultos no pueden ver porque no pisan las mismas calles, porque no viven el mismo mundo.

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