sábado, 18 de febrero de 2012

CUANDO EL FRACASO




Todos los oficios tienen una parte indeseable para el que los desempeña. Se necesita una vocación muy intensa para no dudar del propio trabajo en los peores momentos. Pero sólo conozco dos ocupaciones que sean más duras a la hora de la jubilación que durante su propio desempeño. Una de ellas es la de docente, la otra, la de cura. Cuando un docente se jubila suele ser mucho más viejo que sus clientes, los alumnos, mientras que cuando empieza a trabajar es unos pocos años mayor que ellos. Podemos decir que un dependiente de una tienda de ropa joven tiene el mismo problema, claro que, a poco que pensemos, la relación entre docente y alumnos se nos revelará más profunda que entre tendero y comprador. Los alumnos siempre tendrán exactamente la misma edad hasta el último día de trabajo del profesor. No deja de ser un tanto molesto, pero se puede superar.
Bromas aparte, hay una peculiaridad, que es precisamente la que comparten sacerdote y docente, que sí produce una autentica amargura en ese desdichado que, tras años de arduo trabajo, espera pasar unos años de paz antes de que los achaques no le dejen descansar. El detalle al que me refiero es el hecho de que cuando un docente –o un cura- se jubila, arrastra consigo cientos de jubilaciones anticipadas, a trasmano, fuera de su tiempo natural; son las de sus alumnos fracasados –o feligreses renegados o perdidos-, aquellos que se hundieron antes de remontar vuelo, que tiraron la toalla, que se estrellaron o que jamás soñaron con algo más que una existencia precaria y miserable, apocada, fracasada. Existe una diferencia, por supuesto, entre la situación del docente y la del sacerdote; la carga de este último es mucho más liviana (a no ser que pierda la fe, circunstancia poco halagüeña, como ya nos mostró Unamuno), en tanto en cuanto su servicio se administra a personas que voluntariamente deciden solicitarlo en un acto de libre albedrío En resumen, que la religión es material optativo, mientras que la educación es obligatoria y gratuita -de momento, hasta que la indecencia no se la lleve por delante-. El grado de convicción de un alumno cuando entra en un aula es unas cuantas veces más bajo que el de un fiel cuando accede al templo. El sacerdote siempre perderá almas que no dejarán de atormentarle la mente durante su retiro, y puede que algunas le atormenten también el físico, que el demonio no descansa, pero qué duda cabe que serán las menos. Los profesores, en cambio, no dejarán de tropezar con adultos que un día fueron jóvenes prometedores y que se hundieron con mucho menos que un porro y una botella de cerveza, o con mucho más.
Algunos de esos tropiezos, los tengo yo a veces deambulando por estas calles jumillanas, unas veces tan alegres, otras tan tristes. Una alumna que tiró la toalla porque no pudo aguantar una serie de causas adversas que se cebaron en ella baja los ojos avergonzada cuando pasa por mi lado; cuando lo hace, pienso que yo en su lugar tampoco hubiera podido seguir. Ese pensamiento no consuela a nadie.
Más desalentador si cabe es relatarle a un alumno su propio futuro, el futuro probable, y ver en el fondo de sus ojos, que ya empiezan a llenarse de agua, que él también lo está viendo, y que no le gusta. Por muchas ganas que se tengan de soltar la presa, cuando llega ese momento hay que apretar hasta el final, porque en pocas ocasiones se nos ofrece la oportunidad de propiciar la asunción de una conciencia. A mí me ha pasado esta mañana, hay profesores a los que nunca les ha ocurrido. Si gracias a ese privilegio dejo de ver el rostro envejecido de jubilados prematuros, viejos anticipados, mustios ya en su juventud, y lo cambio por el semblante de personas adultas y enteras, vivas, habrá valido doblemente lo pena. Entonces, rejuveneceré un poco y la carga será más liviana.

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