jueves, 2 de mayo de 2024

EL OLVIDO DE AZCÁRATE



Hace años leí un relato. Tres hombres partían de León con el interés de fundar un espacio de libertad y enseñanza en una alejada comarca minera llamada Laciana. Tras el largo trayecto, dormirían en la casa de un cuarto hombre, Francisco Sierra, que estaba dispuesto a poner sobre la mesa el dinero necesario. El relato llevaba por título Lecciones de las cosas, y su autor era Luis Mateo Díez. Dos de los hombres venían directamente de Madrid y eran los creadores de una empresa hoy mítica: la Institución Libre de Enseñanza. Eran, claro está, Francisco Giner de los Ríos y Manuel Bartolomé Cossío. El tercer hombre era un personaje singular, un leonés, político liberal (hoy diríamos progresista), escritor y filántropo, llamado Gumersindo de Azcárate. Juntos habían sorteado los difíciles caminos serranos hasta llegar a Villablino, la capital de la comarca. El relato cuenta, de manera amable y tranquila, casi con demora, las conversaciones de estos hombres buenos en su tarea de apuntalar los estatutos de lo que serían las escuelas de Villablino, donde niños sin recursos pudieron labrarse durante años una instrucción y un futuro.

                Luis Mateo Díez me ganó con Celama, después descubrí el resto de su vasto reino, como Benet me ganó con Región —ya sabemos que Celama está a unos cuantos kilómetros de Macerta—. Lecciones de las cosas no pertenecía a Celama, sino a un reino mucho más etéreo y vulnerable que floreció durante las dos primeras décadas del siglo XX. El reino de la Residencia de Estudiantes, de los intelectuales comprometidos, de Lorca, J.R.J., Ortega, Ramón y Cajal y, por supuesto, aunque le pilló muy mayor, el reino de Azcárate. La dictadura lo borró de cuajo y durante décadas permaneció en la penumbra, al igual que la Fundación Sierra-Pambley, una de sus provincias más florecientes. Hoy se recuerdan y se honran aquellas empresas del intelecto, y han sido recuperadas por las instituciones del Estado, pero ciertos nombres parecen no escapar del olvido. Uno de ellos es el de Gumersindo de Azcárate, —quizá el leonés más importante de la historia, obviando a los monarcas medievales—. Solo con citar una ley que salió de sus manos sabremos de su importancia: la Ley de represión de la Usura, la Ley Azcárate, de 1908.

                Gumersindo de Azcárate es hoy un hombre completamente olvidado, como tantos, incluso más olvidado que Giner de los Ríos o Cossío. Tampoco su obra parece ser tenida en cuenta. Y quizá es su propia patria uno de los lugares donde menos se le recuerda.

                Visité Villablino en 2023, no buscaba a Don Gumersindo, sino su fundación. Nadie, en bares, mercerías o tiendas de electrodomésticos supo decirme exactamente donde se encontraba, a pesar de que Villablino es un pueblo pequeño y diáfano.

—Allá arriba, en las afueras del pueblo— acertaron a decirme.

Pregunté por Luis Mateo Díez. En una librería, un hombre grande y algo atildado me dijo que no podía con sus libros, que lo respetaba, pero que era demasiado para él.

—Él reconoce que sus libros no son de fácil lectura— concluyó como excusa.

En el pueblo no lo recordaban. Luís Mateo Díez nació y paso sus primeros años en Villablino, entre remontes de carbón y bosques de roble y haya. El escritor, reciente premio Cervantes, establece dos pilares en su obra: la infancia y El Quijote. Nadie recuerda al escritor en su ciudad natal, a pesar de que Celama linda con Laciana. Estos intelectuales leoneses parecen personajes sacados de sus propios relatos, personajes míticos, de fantasía y, sin embargo, muy reales. Personajes salidos de algún filandón en una noche de invierno. En Villablino, en la misma calle en cuesta donde sigue abierta una vieja librería que no tiene un solo libro de Díez, algunas manzanas más arriba, hay un Pub Filandón, está cerrado y se vende.


                La realidad está hecha de la materia de la ficción, y no al revés. Es bien sabido, pero es una verdad que no suele contarse por sospechosa. A pesar de todo, hace poco obtuve pruebas fidedignas de la certeza de este hecho. Fue ayer, preparando una charla sobre el viaje musical de Joaquín Sorolla, para acompañar el programa de la soprano Mariví Blasco y del pianista Ignacio Torner. Escuchaba una conferencia de José García-Velasco, actual presidente de la Institución Libre de Enseñanza, cuando me tropecé, como si me derribara un rayo, con un retrato de Gumersindo de Azcárate, obra encargada por la Hispanic Society al pintor valenciano. El retrato está fechado en 1917, y es posible que Sorolla lo terminara ya muerto el anciano político; la humanidad, la bondad del rostro, resultan más emocionantes cuando se conoce la biografía del retratado. No fue eso lo que me dejó helado.

                Gumersindo de Azcárate, que contaba 87 años cuando fue retratado, me resultaba tremendamente familiar, era un rostro que había visto repetidas veces en fotografías unos días antes. No me quedaba duda. El óleo de Sorolla reproducía el rostro de Luis Mateo Díez en la actualidad, más avejentado quizá, y vestido a la manera de principios del siglo XX, pero era él, la misma nariz curvada y recta a un tiempo, el mismo cabello canoso, el corte de la barba, el rostro alargado y sereno, pero a la vez afable, las lentes leves, que habían modernizado su diseño. Azcárate tenía el rostro mismo de Díez más de un siglo antes de recibir éste el Cervantes. De alguna forma, Sorolla había unido sus vidas, sus trayectorias intelectuales sólidas e impecables, en ese óleo que descansa en Nueva York. Había unido también sus respectivos olvidos, y la misma pacífica indiferencia con que ambos autores se enfrentan al daño que puede hacerles ese viejo mal español. Azcárate y Sorolla veían desde su pasado militante y activo un futuro que desconocían, un futuro sobre el que nunca perdieron la esperanza, quizá porque no les dio tiempo, pues lo peor de nuestra estirpe se derrumbó sobre el país años después de que murieran. Y en medio, como un jalón en el camino, un férreo nexo temporal, estaba el relato, Lecciones de las cosas, la crónica novelada escrita por Díez, con respeto, casi con veneración, buscando en parte sacudir tanto olvido, de la fundación de Gumersindo de Azcárate.

                Veo a Luis Mateo Díez recibir el premio Cervantes con esa tranquilidad idílica de la que carezco y pienso que, a sus 81 años, tiene una confianza en la vida, en la forma de afrontar las miserias y derrotas humanas, mucho más firme que la mayoría de los que somos algo más jóvenes que él, o mucho más jóvenes, que es todavía peor.

miércoles, 10 de abril de 2024

BUSCANDO UNA HUERTA PERDIDA

 


En una de las últimas películas de Akira Kurosawa, Sueños (1990), compuesta por ocho cortos, un niño es reprendido por unos espíritus que representan los melocotoneros arrancados por su familia. La historia se desarrolla durante el Hina matsuri, Día de las Muñecas, que coincide con la antigua celebración del Festival del Melocotón o Momo no sekku. Los espíritus se apiadan del niño cuando este les dice que él no quería que su familia destruyese el jardín de los melocotoneros, y su interés por ellos no era tanto por consumir los frutos, sino por disfrutar del espectáculo de su crecimiento y floración.

                El pasado 4 de abril se estrenaba en la Filmoteca Regional de Murcia el documental ¿Dónde está mi acequia?, subtitulado Anatomía forense de una ciudad. En unos inteligentes planos contrapuestos, el director Joaquín Lisón enfrenta coloristas escenas de las celebraciones del Bando de Huerta, Entierro de la Sardina y Romería de la Fuensanta —donde observamos ricos trajes regionales— frente a panorámicas ocres que muestran la degradación absoluta de la antigua y verdadera huerta. Inmediatamente recordé el sueño del niño Kurosawa y entendí el sentido último tanto del film fantástico del japonés como del documental evocador del murciano. También entendí que la propia proyección en plenas Fiestas de Primavera murcianas era en sí misma una sibilina performance, pues tras los sonidos en la sala del documental de denuncia sonaban en la calle los pitos y charangas despreocupados de esa otra huerta falsa del festejo y el oropel.

                Joaquín Lisón, junto a la productora Conchi Meseguer, llevan años reflexionando sobre el triste devenir del río Segura en sus diversos tramos, desde Pontones, en el nacimiento, hasta su final agónico, que el director sitúa en la propia ciudad de Murcia y no en Guardamar, donde la desembocadura ya no es tal. ¿Dónde está mi acequia? ejecuta un dictamen, no por implacable menos cierto, de esta degradación. Las imágenes de los depauperados tramos no entubados que quedan de las antiguas acequias, molinos o aceñas, se suceden entre un fondo de carreteras mal trazadas, sonidos de claxon y urbanismo desarbolado. La gama de colores terrosos, mortecinos, domina el encuadre, que se ve interrumpido, como fogonazos de un tiempo perdido, por testimonios de ancianos huertanos, de sus propios nietos, y de fotografías en Blanco y Negro de una huerta tan idílica como terrible, algunas de ellas, parte del archivo de la recientemente desaparecida María Manzanera.

                Siguiendo este esquema de montaje, el documental oscila en todo momento dentro de una dialéctica entre la nostalgia del paraíso perdido de la niñez, la injusticia que supone la reducción del huertano a un estereotipo de personaje inculto y residual y, correlativamente, la degradación medioambiental del entorno. La fortaleza plástica del metraje se ve reforzada por la música de Crudo Pimento, que en una de las secuencias más dramáticas emite un grito desgarrador, una glosa del egoísmo contemporáneo mientras vemos una imagen partida de una de las cíclicas inundaciones del río, con un rebaño de cabras huyendo que son también una metáfora de los habitantes de la ciudad superados por las circunstancias.

Especialmente emotivas son las entrevistas a unos pocos ancianos (Patricio, Juan) que todavía recuerdan la huerta murciana en sus mejores días. En estas entrevistas se hace una evocación de esa Arcadia que pudo ser la ribera del Segura hace décadas, donde las gentes se bañaban en las propias acequias y vivían de lo que daba un suelo extremadamente fértil. Estos ancianos que recuerdan una infancia breve llena de trabajo, pero feliz, son, a la postre, el mismo niño Kurosawa que ve como su familia ha arrancado los frutales. Como en la película del japonés, esa familia, en cierto modo fratricida (porque en Sueños hay una intuición de muerte de las hermanas del protagonista), es elíptica, jamás la vemos. Joaquin Lisón tampoco muestra a esa familia de perpetradores del delito (tecnócratas, especuladores, constructores sin alma y sin criterio), la mayoría parientes de huertanos o huertanos de origen. No los muestra, no hablan, no exponen su visión, pero las consecuencias de sus acciones insensatas se observan con toda su crudeza. Aparecen, eso sí, los herederos involuntarios de ese despojamiento, los regantes de las pocas parcelas vivas, que aún hoy notan la presión urbanística, pero también arqueólogos, que desvelan un pasado de esplendor, y activistas que pelean con dolor contra la desaparición del entorno.

                ¿Dónde está mi acequia? no es un documental al uso, su voluntad de denuncia y ese canto fúnebre que parece recorrerlo, se materializan en metáforas de una viveza poco común en el género. Al inicio ya vemos el cauce seco de una acequia por el que empieza a discurrir de repente una lengua de agua que arrastra todo tipo de residuos acumulados en el tiempo. Vemos los paredones apenas en pie de los antiguos molinos y norias. Vemos una procesión cruzar por encima de un Segura mancillado, la imagen de un Cristo Azotado representa al propio río; los pasos dudosos de los estantes vestidos con zaragüelles convierten la celebración en un desfile lleno de culpas en honor a la huerta. Vemos los fuegos artificiales del Entierro de la Sardina (una celebración relativamente reciente, muy urbana), fuegos que simbolizan el boom urbanístico indiscriminado que vive la ciudad a partir de mediados del siglo XX. Pero Lisón no se queda ahí: en la parte final del metraje y mediante el efecto de la cámara en movimiento inverso, los fuegos artificiales que antes se abrían como flores en el cielo nocturno, ahora se cierran, y caen a tierra como si de rayos se tratara, en una alegoría del efecto destructivo que provoca el crecimiento descontrolado de la ciudad sobre sí misma.

                Lisón y Meseguer trabajan por decantación, como si de una serie de avenidas de agua consecutivas se tratara. No hay una narración clásica, con un planteamiento y un desenlace, sino más bien cíclica, con estratos sucesivos que se colocan unos sobre otros creando un discurso encadenado de referencias de todo tipo que se repiten con variaciones. Se crea, por tanto, una analogía entre forma y fondo, montaje y significado, que enriquece el relato. Una de esas referencias, quizá la más general —y quizá también el testimonio más gráfico que describe la relación de Murcia con su huerta—, es la del naturalista Joaquín Araujo cuando compara a la ciudad con una garrapata que chupa la sangre de su entorno medioambiental. Todo el metraje se halla atravesado por referencias de la época árabe salidas de la pluma de Ibn Mardanís, rey de la antigua Mursiyya, entre otros; los cambios temporales, adelante, atrás, y muy atrás, son constantes.

Muy al final vemos unos murcianos vestidos con lujoso traje típico bailando frente a la patrona. Uno no pude dejar de pensar en el baile del corto de Kurosawa, el baile que los espíritus de los melocotoneros talados dedican al pequeño, un baile gagaku que en realidad es una despedida y que tiene, a pesar de su colorido y elegancia, algo de marcha fúnebre. Lisón consigue, por su parte, que estas alegres parrandas murcianas tengan también un sentido triste y melancólico, completamente distinto a su intención original, de esta manera decodifica de un plumazo todo ese repertorio exclusivamente turístico creado hoy alrededor de un entorno medioambiental que languidece sin remedio.

                ¿Dónde está mi acequia? es, por tanto, una obra magistral, valiente, profunda y muy necesaria.

martes, 13 de febrero de 2024

LA VERDAD DEL CARNAVAL

 



I

A poco que nos paramos a analizar la celebración del carnaval en la civilización occidental en los últimos siglos, nos llama la atención una serie de constantes, sea cual sea la geografía, el apego a la tradición o las múltiples formas de evolucionar que ha tenido este antiguo ritual.

                En primer lugar, lo que parece evidente es que, lejos de ser una apoteosis de la impostura o el engaño, el carnaval es más bien el triunfo de la verdad, de una verdad efímera y puede que deformada, pero necesaria como catarsis anual de todas las represiones externas o internas que el individuo de sociedades en las que la mezcla de la tradición grecolatina y judeocristiana -junto al fermento adicional de viejos ritos ancestrales de cada tribu secular- conforma un equilibrio social y psicológico difícil de mantener.

                Durante siglos, el supuesto anonimato de la máscara permitía por unos días a cada cual mostrarse como realmente quería ser, si bien de manera lúdica. El hombre se disfrazaba de mujer, la mujer de hombre, el padre de familia esforzado y serio se convertía en un personaje desbaratado y sinvergüenza, la mujer casta y reservada se dejaba llevar por deseos que no podía confesarse a sí misma; la amargura de tener que aparentar un papel falso día tras día era aliviada durante un corto espacio de tiempo. Este desfogue regulado por los ciclos estacionales era una válvula de escape que la sociedad necesitaba para seguir viva en sus contradicciones; no es otra la razón por la que, a pesar de estar prohibidos durante dictaduras como la de Primo de Rivera o la franquista, los carnavales más iconoclastas no dejaron de celebrarse de manera semiclandestina. Nunca se llegaron a cancelar los de Cádiz y Tenerife, por ejemplo.



                Hay una dialéctica interna en el hecho de disfrazarse que ha llenado miles de páginas de etnógrafos y sociólogos, pero que a nivel puramente poético es de una profundidad encantadora, y es el hecho de que, para desvelarse (es decir, para que aparezca la verdad, en el sentido griego del término) es necesario velarse. El sentido de toda metáfora está encarnado en esa dialéctica. Es más, buena parte del éxito del teatro popular en las sociedades más reprimidas radica en este sano cambio de roles.

                Hoy, en las democracias neoliberales del capitalismo tardío, donde la libertad individual no solo está permitida, sino incentivada como garantía de la diversidad del consumo de productos pensados para cada gusto o preferencia personal, la función del carnaval ha desaparecido tal y como siempre se entendió durante siglos. Carnestolendas o Entroido son hoy una excusa como otra para pasar un sano rato de fiesta que nos aparta de la rutina laboral y de paso permite ingresar unos euros extra a través de la afluencia de turistas. Halloween, el parque temático de Semana Santa, viejas tradiciones recuperadas, siguen ese mismo camino.

Nada más. ¿O nada menos?

La realidad quizá sea algo más compleja. La clave nos la da el desaforado éxito de las celebraciones de los carnavales escolares (no muy distintas de las que festejan Halloween o Semana Santa). No creo que el sentido de estos festejos sea preservar tradiciones que pueden estar en peligro de desaparecer o tienen un especial interés cultural, de hecho, se encuentran prácticamente inscritas al ámbito de la educación primaria. Hace unos cuantos años que nadie celebra el carnaval en mi centro de educación secundaria, incluso algún alumno me pregunta tímidamente, como si fuera algo prohibido, si puede venir disfrazado ese martes de febrero.

No, la clave está en que estas celebraciones (como el día de la castañera, los mercadillos solidarios, y otros artefactos que los maestros han ido pergeñando a lo largo de los últimos tiempos) crean comunidad en una sociedad básicamente atomizada. En este caso, la balanza pretende equilibrar la tendencia al individualismo exacerbado, y lo hace mediante una peculiar forma de individualismo –el mero hecho de disfrazarse-, envuelta en una manera de fomentar el trabajo en equipo y la colaboración de los grupos, pero no solo de los grupos infantiles, sino también, como a nadie escapa, de los grupos de madres y padres, familias y claustro de maestros. Esta voluntad de crear comunidad desaparece en la enseñanza secundaria por el simple hecho de que los padres y madres ya no se dedican a respaldar a los pequeños, y vuelve a aparecer después en la vida adulta mediante la formación de peñas y comparsas. No desenfoquemos, en todo caso, el asunto que nos trae: el carnaval infantil.




II

El pasado lunes 12 de febrero asistí a un espectáculo que no creía posible en una ciudad del sur español –digamos Jumilla, digamos cualquier otra-. Cientos de madres, padres, abuelos y, por supuesto, niños de distintos niveles junto a sus profesores, de las más variadas nacionalidades (malienses, ecuatorianos, senegaleses, colombianos, marroquíes, peruanos, ucranianos, burkineses, rumanos, murcianos), más o menos occidentalizados, o más o menos étnicos, se encontraban pegados, amalgamados, cementados en un hatillo sin reparar los unos en los otros. Ha sido un espectáculo singular ver pequeños senegaleses disfrazados de vikingos, musulmanas de velo riguroso portando el sombrero charro del traje del hijo, ecuatorianos conversando vivamente con marroquíes acompañados de jumillanas nativas sin ningún atisbo de prejuicio xenófobo o racista.

Conozco bien el lugar donde vivo, y he podido ver como personas venidas de los barrios más humildes charlaban animadamente con otras del centro. En un momento dado, se ha producido un curioso desfile: decenas de madres disfrazadas empujaban cochecitos de bebe donde se escondían sus hijos de pocos meses.

El desfile de disfraces era original y colorista, por supuesto, y tenía el valor del trabajo en comunidad, de la confección casera de los trajes, del reciclaje, qué duda cabe; pero lo más importante radicaba en que estas máscaras, estos trampantojos, dejaban ver la verdad desnuda, como siempre lo ha hecho el puro carnaval: una sociedad multiétnica en la que conviven magrebíes o ecuatorianos de segunda generación, establecidos hace lustros, con subsaharianos llegados recientemente, atraídos por el trabajo rural, o ucranianos y otras nacionalidades del este europeo emigrados por fuerza de las circunstancias bélicas o la inestabilidad política.




Jamás, en ningún lugar público o privado, veremos juntas todas estas nacionalidades. Viven aislados en grupos más o menos homogéneos y su contacto en los propios centros escolares es también limitado, pero el sagrado carnaval ha obrado de nuevo este milagro, como lo viene haciendo desde la época prerromana: ha conseguido sacar a la luz la médula última de nuestra sociedad, una sociedad diversa, multiforme, mutante, atravesada por variadas fibras religiosas o sociales, que necesariamente tenderá a la cohesión, si las cosas se hacen bien y aceptamos las múltiples ventajas que esto comporta, o derivará en serios conflictos sociales –como los que se desencadenan regularmente en las afueras de París- si las cosas se hacen mal.

Don Carnaval (o Don Carnal) nos ha hecho un favor:  ha descubierto ya el tipo de sociedad en la que nos movemos y nos la ha ofrecido delante de nuestros ojos, gracias en gran parte a la labor de maestros y comunidades de AMPAs. Lo ha hecho en el sector social más sensible y frágil: la infancia.

¿Seremos capaces se aprender la lección de don Carnaval, ese viejo sabio y milenario? ¿O bien preferiremos cerrar los ojos y escondernos detrás de otras máscaras mucho más peligrosas?


domingo, 22 de octubre de 2023

TODOS LOS GUETOS

 


Ante la situación actual del conflicto Palestino-israelí, creo que es importante para el ciudadano, entre tanta exaltación, desinformación y, sobre todo, y lo más alarmante, censura y prohibición, posicionarse de alguna manera.

            En mi caso, sólo serán unas imágenes y breves apuntes sobre textos de lectura reciente que me han llevado a escribir esta breve nota.

            Paseando por la judería de Segovia, una de las más notables, y también de las peor tratadas en su momento, llama la atención las muchas puertas que conservan en sus cerraduras vestigios del pasado hebreo. Se cuenta que los sefardíes conservaron la llave de sus casas con la esperanza de volver algún día. Estas puertas –como la que se reproduce en la imagen- hoy nos hablan un lenguaje perverso. Ver la imagen de la llave junto al bajorrelieve de un pez nos recuerda que el Estado Israelí (que no es equivalente del Pueblo Judío como Hamas no lo es del Pueblo Palestino) mantiene entre sus fronteras y el mar una cárcel a cielo abierto de diez kilómetros de anchura llamada Franja de Gaza. La memoria preservó a los judíos de la extinción como identidad cultural, y es la tozuda memoria la que avisa del genocidio que ellos mismos están ahora mismo llevando a cabo en esa cárcel.

            En un pasaje de Color. Historia de la paleta cromática, de Victoria Finlay, tomando, imagino, como fuente al clásico Los judíos en España, de Joseph Pérez, la autora nos ilustra un momento crucial de la historia de España en el que las carabelas de Colón tuvieron que maniobrar a la salida del puerto de Palos por las muchas barcas que allí se concentraban en plena escapada judía desde Cádiz. El destino de estos judíos fue el Norte de África: el Magreb y el Reino de Fez (donde fueron maltratados), Túnez, Argel, Orán, y, sobre todo, el Imperio Otomano, donde pudieron vivir, prosperar e incluso tener esclavos cristianos: territorios todos de creencia islámica mayoritaria. El sultán Bayaceto II estaba especialmente encantado con la diáspora judía, pues pensaba –y con razón- que Fernando el Católico había sido poco inteligente al dilapidar de forma tan gratuita la riqueza de su país. El espacio del que ahora el Estado Israelí quiere expulsar a toda costa al Pueblo Palestino formaba parte del Imperio Otomano en época de la Diáspora Sefardí. Nuevamente la historia nos ofrece curiosas paradojas.

            Posiblemente en la memoria del pueblo judío todavía se guarde el buen trato que en aquellos territorios del Islam se le dio a sus antepasados, es evidente que, muy al contrario, el Estado Israelí lo ha olvidado por completo.

            No voy a nombrar el Holocausto para no alargar esta nota en exceso, pero sí recordar que los primeros Guetos no fueron alemanes ni datan del siglo XX, sino italianos (de ghetto “fundición en hierro”) de principios del siglo XVI para ubicar a los muchos judíos españoles que terminaron recalando en la península italiana, en los territorios que no eran de la Corona de Aragón, único espacio europeos que se los recibió al principio. Un posible habitante de uno de los primeros guetos pudo ser Juan Leonardo de Martinengo, un artesano sefardí expulsado en 1492, que acabó viviendo en Cremona donde enseñó el secreto de la construcción de violines a los hermanos Amatti, recogido con el tiempo por Guarnieri y Stradivari; no está de más recordar a este misterioso personaje, ni a Victoria Finlay, que lo rescató de las tinieblas para el público general.

            La Franja de Gaza es el mayor gueto de la historia y no ha sido mejor tratado que otros guetos históricos de triste memoria. Su creador, con la aquiescencia europea, por ejemplo, es el Estado Israelí.

Se habla mucho ahora de deshumanización; yo incluiría también objetualización o cosificación como término cercano, y tengo mis razones. Si el gueto es el primer paso de la deshumanización de las comunidades, la manipulación mediática es el principal vector de su objetualización. Y en este caso, nadie se salva. Los musulmanes hoy están siendo absolutamente deshumanizados, no solo por Israel, sino por todo occidente, la confusión de un ente como Hamas con un pueblo entero, a pesar de ser tan burda, no es inocente ni gratuita. Pero también el Pueblo Judío está siendo deshumanizado, hay judíos muy críticos con las actuaciones del Estado Israelí, en Israel y en otros países, pero son acallados. Tanto el Pueblo Palestino como el Pueblo Israelí están siendo radicalmente objetualizados, en tanto comunidad y también como individuos y ciudadanos. Los medios de ultraderecha en Estados Unidos, Italia o España pagan cientos de cuentas en redes sociales para llevar a cabo esa objetualización que concierne a sus intereses, sembrando el terror en la población occidental. Tenemos claro que Hamas es un grupo terrorista, pero parece que olvidamos que el terrorismo también se ejerce sin el sacrificio de seres humanos.

Hace unos días, en una clase de secundaria, varios alumnos se dirigieron a mí diciendo que tenían miedo y que no querían morir con solo 17 años, que España estaba en alerta máxima por ataques yihadistas. Yo les tranquilicé diciendo que, si ese peligro existía -que habría que comprobarlo con fuentes oficiales-, se trataría en todo caso de los llamados “lobos solitarios”, y que en España había miles de ciudades, aldeas y pueblos, y existían más posibilidades de ser atropellado por un coche que de ser víctima de uno de esos lobos. Quién sabe si en algún estado europeo a día de hoy me hubieran abierto expediente por esas palabras, de momento, hay periodistas gráficos despedidos en USA por hacer una caricatura de Netanyahu. Resulta curioso comparar esa censura con la salvaje condena que Charlie Hebdo sufrió por unas caricaturas de Mahoma.

            En cualquier caso, con mucha diferencia, la mayor objetualización, deshumanización, secuestro y genocidio la sufre actualmente el Pueblo Palestino que habita la Franja de Gaza, por parte del Estado Israelí y sus aliados estratégicos, y obviar y ocultar ese hecho por parte de Occidente será un descrédito, una culpa, un baldón que permanecerá por mucho tiempo como una importante duda sobre la credibilidad de nuestras democracias.

Imagen:

Cerradura de la Judería de Segovia, @ B. Medina, 2017.

Bibliografía:

Pérez, Joseph (2005). Los judíos en España, Marcial Pons, Madrid.

Finlay, Victoria (2023), Color. Historia de la paleta cromática, Capitán Swing, Madrid. Traducción de Eva Acosta.

jueves, 27 de julio de 2023

CUANDO SOPLA EL JALOQUE

 



Mediados de agosto de 2022, una tarde abrasadora en plenas fiestas patronales de un pueblo del interior de la Región de Murcia. El sopor de la siesta se va a prolongar hasta casi la caída del sol, así pues, lo mejor es tener bien cerrados los puestos de artesanías, baratijas, juguetes y pequeños productos tecnológicos. Bajo las gruesas lonas se sobrevive a las peores horas del calor; es el caso de Salimata y Bigue, que llegaron hace años desde Senegal y recorren de feria en feria toda la geografía festiva del sur de España. Se hicieron amigas durante el paso del estrecho, tras vivir varios años en Marruecos; no proceden de la misma aldea, pero montaron su puesto entre las dos. Esta tarde agotadora, bajo la tienda, se encuentran inquietas mientras observan la densa calima: conocen bien la sensación y presienten una violencia inmediata.

En efecto, la lona empieza a agitarse de improviso y a zarandear la frágil estructura metálica. Un fuerte viento se alza y arrastra consigo toda la arena del albañal que se extiende al sur del improvisado recinto ferial. Es un reventón cálido, el calor acumulado explota de golpe en plena plaza llena de mercadillos. Los objetos ruedan por los suelos, se confunden los talabartes de cuero con los collares de cuentas, los relojes baratos con la quincalla de metal. Las teteras vuelcan su aromático contenido. Algún puesto se ha derrumbado y una maraña de brazos y piernas intenta subsanar el pequeño desastre. La lona de Salimata y de Bigue aguanta, pero tras el súbito vendaval llega una lluvia fuerte y caliente que al tocar el suelo eleva un vapor sofocante oloroso a lodo y cuero mal curtido. Como un sueño exótico, las dos senegalesas surgen de debajo del grueso lienzo blanco; ambas se cubren con el clásico kanga, Salimata luce unos vibrantes tonos turquesa, mientras Bigue se viste de color azafrán con adornos de palmetas y espirales. Son altas, y su oscura tez contrasta con los colores de los vestidos largos en una apoteosis de elegancia africana.  Las mujeres sacan el plástico traslúcido que tienen guardado para las raras ocasiones en que se desatan las tormentas de verano y lo extienden con habilidad por encima de la lona. La lluvia rápidamente empapa las prendas, las telas se pegan a los cuerpos como medusas e impiden los movimientos, Salimata se deshace del tocado y luce fugazmente la larga cabellera negra. La lluvia cesa de pronto y se lleva consigo los restos del vendaval. La atmósfera se equilibra y vuelve a la calma sofocante, saturada de humedad. Es como si hubiera soplado el jaloque, pero de forma muy violenta y durante un pequeño espacio de tiempo. Las senegalesas recogen bolsas y enseres y los guardan tras la lona, finalmente, como si fuera el cuerpo blando de un caracol, se repliegan ellas mismas tras la lona para cambiarse, secar los kangas y el pelo y esperar a que oscurezca para montar el puesto.



            En tan solo media hora se ha desplegado ante nuestros ojos una escena africana que el propio Fortuny hubiera envidiado. La tormenta de arena, el ardiente viento sahariano, el calor insoportable, la estudiada fragilidad de los mercadillos, -que en África son diarios y aquí duran una semana al año-, los olores intensos, los colores casi increíbles, la elegancia natural de las gentes subsaharianas, la vida siempre al hilo del desastre y en el aire, la parsimonia y estoicismo con que se aceptan las desgracias.

África está aquí, con nosotros, en el clima, en la precariedad subyacente, en múltiples detalles que no vemos ni entendemos, y es posible que al mismo tiempo no esté, que todo sea un espejismo, una fata morgana del Sáhara, pero en la frontera, en el limes profundo de Murcia y Almería, África habita y se desarrolla de forma natural, y los nativos españoles, incapaces de evolucionar, cobardes, asfixiados por un odio que surge de su propio colapso, no lo ven, como las tribus de la costa de Mesoamérica no vieron las naves de Hernán Cortés porque escapaban por completo a sus esquemas, y por eso los nativos del sur, el sur español, votan a partidos de ultraderecha, que son también como espejismos, como simulacros políticos.

Y a la postre… ¿qué es ya más espejismo aquí?, ¿la vieja democracia europea, herida de muerte en el costado derecho, o los arabescos multicolores del kanga de Bigue o de Salimata?

lunes, 24 de julio de 2023

LA SOLEDAD AL SOL

 


Mediados de agosto de 2022, una mañana avanzada en plenas fiestas patronales de un pueblo del interior de la Región de Murcia. Son las once y cae ya ese sol insoportable post-cambio climático. Explanada junto al recinto ferial. Un señor amaestra a un caballo de cara a la cabalgata de la siguiente tarde. Los dueños de varias mascotas sacan a pasear a unos perros ansiosos: han dormido mal por el intenso sonido de las fiestas nocturnos y sus ritmos vitales han cambiado por completo de un día a otro.

                El Ayuntamiento había habilitado un amplio espacio dedicado a un macro botellón. La explanada se encuentra rodeada de contenedores para vidrio y plástico. Los contenedores están casi vacíos, pero a lo largo y ancho del espacio vacío, el sol calienta los miles de envases diseminados por la arena. Botellas vacías de licor, vasos de usar y tirar volcados o aún con restos de combinados, envases de plástico arrugados que contuvieron la más variada pléyade de refrescos gaseosos: de cola, limón, naranja o soda. Los colores también son variados, predomina el verde, también el rosa, y en menor medida el azul, por supuesto los tonos caramelo de las botellas de ron o wiski. El círculo de arena revestido de residuos semeja una de esas islas de plástico de varios kilómetros de diámetro que flotan en el Pacífico.

El sol trepa por los cables eléctricos de los chiringuitos, pero los servicios de limpieza no han llegado todavía. Es un buen momento para tirar unas fotos.


 

        De pronto, en medio de la arena ardiente, alguien divisa un cuerpo. Dos o tres curiosos se acercan. Es una persona acostada de lado, lleva una camisa a rayas y pantalones cortos y zapatillas, moreno, de pelo ensortijado bien cortado. No se mueve. Las moscas danzan sobre él como queriendo animarlo, pero sigue inerte, apenas podemos asegurar que respire. Un señor del que tira un enorme perro comenta: “Este está muerto”, como si hablara de un animal silvestre. El camión de recogida de residuos ha llegado, su sombra lame el cuerpo del yacente y cruza el ruedo, pero nadie hace nada ni se inquieta. Los responsables de la limpieza comienzan su labor ignorando al hombre.

Quien esto escribe decide llamar al 112 para comunicar la incidencia. La conversación resulta extraña, desde el servicio de emergencias aconsejan tocarlo para saber si vive, pero rehúyo ese extremo, me limito a describir su aspecto y situación. Unos instantes después, en su ronda habitual, aparece la Guardia Civil, comentan que han llegado por casualidad, que no han recibido ningún aviso. Me explican también que el yacente es magrebí, que es un viejo conocido, que ha sido detenido varias veces, alguna por abusos sexuales. Le expreso al agente mi temor ante una deshidratación grave por el consumo de alcohol; responden que no, que lo suyo son las pastillas. Y también responden otra cosa: a los del 061 no les va a hacer gracia: suele mostrarse violento y rechaza la ayuda. Contesto que, en todo caso, podría estar en riesgo de muerte por el golde de calor y que por eso he llamado. Es en ese momento cuando escucho la frase más alarmante, mascullada por uno de los agentes: para lo que se pierde, sería lo mejor.

Entretanto, el hombre parece reaccionar y mueve muy lentamente los brazos, como queriendo ocultar el rostro del sol. Nada más. Aparece la ambulancia; con certera profesionalidad, pero con un gesto claro de desagrado, los enfermeros recogen al paciente y lo tienden en una camilla. Sus rostros muestran el disgusto, pero nada dicen; efectivamente, parecen conocer al hombre, que con las pocas fuerzas que tiene hace ademanes de forcejear. Los pocos curiosos, que se mantenían a una distancia prudente, desaparecen al mismo ritmo que las moscas. La ambulancia da media vuelta. Los barrenderos recogen con asombrosa velocidad los kilos y kilos de residuos. Los paradójicos residuos de una diversión. Unos metros más allá, el caballo sigue dando sus vueltas infinitas sobre la tenue paja. Los perros ya han hecho sus necesidades, y es un alivio, porque el sol abrasa y los dueños no están para bromas.


Me pregunto: ¿qué pasó aquí?

Había una probabilidad bastante alta de que un ser humano estuviera agonizando en medio de aquella tebaida del ocio, y nadie quería hacerse cargo de la situación. Solo la curiosidad, no la compasión, acercaba a los curiosos a ese pecio de la humanidad. Los propios responsables consideraban su labor una especie de pérdida de tiempo. Había racismo aquí, un racismo sordo y pesado, había xenofobia; pero, sobre todo, una falta de humanidad sobrecogedora. La cosificación de aquel hombre tendido era tan evidente que parecía increíble que nadie se diera cuenta del espectáculo que se estaba desarrollando ante los ojos de todos. Y cada cual, por supuesto, tenía que seguir con sus asuntos, falsos asuntos, porque todos estaban relacionados con el tiempo libre. El sagrado tiempo libre, que se desarrollaba, como una digestión lenta, en medio de un infierno de calor abrasador y residuos sin fin.

Solo hubo un culpable: el señor que, imprudente, llamó al servicio de urgencias en lugar de dar media vuelta y abandonar el despojo humano a su suerte. Ese señor era yo y me retiré por fin haciéndome preguntas muy serias, porque el entorno, los residuos, los viandantes, el recuerdo del ocio nocturno, los servicios públicos y el sol inclemente configuraban una inquietante alegoría de nuestro tiempo.




viernes, 14 de julio de 2023

LA IMPORTANCIA DE LOS BLEDOS

 


Como va pasando el tiempo,
como tanto con tan poco,
como tampoco puede ser eterno.

 Laura Sam y Juan Escribano

 Molina de Segura, julio, 2023.

Frente al Hospital de Ribera, una señora limpia las baldosas de la acera de casa armada de ímpetu y decisión. Son las seis de la tarde y cae un sol de justicia. Con unas buenas tijeras de podar, corta los brotes de bledos que aquí y allá crecen sin solución de continuidad. Una vez barridos y recogidos los restos vegetales y como el calor aprieta, la señora enchufa una manguera al grifo de su minúsculo patio delantero y refresca las baldosas, mojándose de paso con generosidad las chanclas. Justo enfrente, en la acera del aparcamiento del hospital, detrás de un banco de madera, ha crecido el mayor bledo de toda la manzana. A pocos pasos de allí, en el bar de la esquina de la calle Alicante, se desarrolla un pequeño drama. Un mensajero de UPS ruega a un chico delgado y enclenque que le devuelva su móvil. El joven permanece tranquilamente sentado en un portal mientras el mensajero ofrece hasta 50 euros si se lo devuelve. Se pone de rodillas, implora. “No es por el móvil, el móvil me da igual, son los contactos que llevo, es mi ordenador personal”. Saca un billete, se lo ofrece, con tal de que pueda recuperarlo. La esquina se va llenando de gente mientras la señora sigue gastando su agua -que ha pagado religiosamente- en mojarse los pies sobre la acera.

Entra en escena un camarero que parece conocer al chico, le dice al mensajero que así no, que de esa forma jamás se lo devolverá. Invita al sospechoso a entrar con él en el bar y arreglarlo en secreto, fuera de las miradas. Mientras, el mensajero sigue rogando, porfiando y llorando, se mesa los cabellos: “¡Si no le van a dar por él ni la mitad de lo que le doy yo!”. En todo caso, el chico se niega a moverse. El camarero desaparece tras la esquina y vuelve junto a un personaje nuevo: es musculoso, con el torso desnudo, profusamente tatuado. El nuevo actor alardea enseguida de su capacidad de mando y su resuelta decisión, interpela al chico por su nombre, le grita, y se lo lleva del brazo sin violencia, pero con firmeza, a un edificio cercano.

Pasados unos minutos de incertidumbre, el hombre tatuado vuelve con el móvil y reclama al mensajero una cantidad inferior a la que ofrecía inicialmente. El empleado de UPS, visiblemente aliviado, desembucha la gallina con rapidez y se dirige al camión de reparto, aparcado más abajo del hospital. Tras poner en marcha el vehículo, dobla la esquina del bar y se cruza con el ladrón, que camina lánguido y despreocupado bajo el sol insultante. El chófer le grita enfadado: “¡La funda, me falta la funda!”. El chico ni lo mira y sigue su paso lento y tranquilo, pasa por la acera recién mojada, que la mujer ya ha abandonado, se descalza las míseras chanclas y se moja los pies en los charcos.

¿Qué importa y qué no importa a nuestro alrededor?

El bledo o amaranto - ¡qué bello su nombre menos conocido! - es una planta considera mala hierba o invasora que proviene de Sudamérica y que hace tiempo se adaptó al clima caluroso del Sur de Europa. Es tan antigua su presencia que dio lugar al conocido dicho: Me importa un bledo. Y ese es el valor que le damos, el de algo insignificante y molesto que roba los nutrientes a otras plantas decorativas en nuestros jardines y macetas. Sin embargo, el bledo es una planta con un gran valor nutritivo, alto contenido en hierro y sabor agradable, además, sus espigas se han usado desde antiguo para fabricar un sustituto de la harina de trigo, y en ciertas partes de Centroamérica es un alimento básico tanto para ensaladas como para tortas. Y más de una torta nos daríamos por unas hojas de bledos si nos encontrásemos en medio de un campo inculto sin otra cosa que comer.

Para nuestro azorado mensajero, el móvil que portaba en el bolsillo no era más que un inservible trozo de metal y tierras raras sin más utilidad; eso sí, combinados estos con una tecnología que él mismo se encarga de distribuir. Él se hubiera deshecho con cierta facilidad del amasijo de circuitos, pero en modo alguno de lo que los hacía realmente valiosos, los flotantes datos que el propio usuario había ido introduciendo.

                El empleado de UPS, como tantos otros dueños de estos dispositivos baratos, -entre los que, por supuesto, me cuento- no repara en el daño ambiental que produce la extracción de las tierras raras, ni en la huella de carbono que origina su fabricación, ni en el coste en capital humano. Tampoco la señora que limpia la acera es consciente de que con esos tiernos brotes de una planta invasora, podría preparar una nutritiva y sencilla cena, ni de lo que cuestan los litros de agua que alegremente ha desperdiciado.

Los móviles y los bledos, siendo tan distintos, se parecen mucho por la poca importancia que damos a su presencia como objetos artificiales o naturales; nos da la sensación de que todo se fabrica o crece sin aparente esfuerzo, como si fuera connatural a las cosas existir, servir para nuestros planes, o molestar la frágil perfección de nuestras importantes vidas. Pero quizá, como dejara escrito Jorge Luis Borges en un famoso poema, estas cosas, de una u otra manera, permanecerán, recicladas, salvadas de un vertedero, brotarán de nuevo de unas profundas y obstinadas raíces, nos sobrepasarán, mientras que nosotros nos iremos disipando en la penumbra de una existencia fugaz.

Laura Sam y Juan Escribano, en este reciente single: “Tampoco puede ser eterno”, parecen dejarnos una lección bastante ajustada de lo que quiero decir, de la importancia que tienen las cosas que no importan, de lo poco importante y a la vez esencial que es el trozo de tiempo que nos ha tocado vivir.