jueves, 2 de mayo de 2024

EL OLVIDO DE AZCÁRATE



Hace años leí un relato. Tres hombres partían de León con el interés de fundar un espacio de libertad y enseñanza en una alejada comarca minera llamada Laciana. Tras el largo trayecto, dormirían en la casa de un cuarto hombre, Francisco Sierra, que estaba dispuesto a poner sobre la mesa el dinero necesario. El relato llevaba por título Lecciones de las cosas, y su autor era Luis Mateo Díez. Dos de los hombres venían directamente de Madrid y eran los creadores de una empresa hoy mítica: la Institución Libre de Enseñanza. Eran, claro está, Francisco Giner de los Ríos y Manuel Bartolomé Cossío. El tercer hombre era un personaje singular, un leonés, político liberal (hoy diríamos progresista), escritor y filántropo, llamado Gumersindo de Azcárate. Juntos habían sorteado los difíciles caminos serranos hasta llegar a Villablino, la capital de la comarca. El relato cuenta, de manera amable y tranquila, casi con demora, las conversaciones de estos hombres buenos en su tarea de apuntalar los estatutos de lo que serían las escuelas de Villablino, donde niños sin recursos pudieron labrarse durante años una instrucción y un futuro.

                Luis Mateo Díez me ganó con Celama, después descubrí el resto de su vasto reino, como Benet me ganó con Región —ya sabemos que Celama está a unos cuantos kilómetros de Macerta—. Lecciones de las cosas no pertenecía a Celama, sino a un reino mucho más etéreo y vulnerable que floreció durante las dos primeras décadas del siglo XX. El reino de la Residencia de Estudiantes, de los intelectuales comprometidos, de Lorca, J.R.J., Ortega, Ramón y Cajal y, por supuesto, aunque le pilló muy mayor, el reino de Azcárate. La dictadura lo borró de cuajo y durante décadas permaneció en la penumbra, al igual que la Fundación Sierra-Pambley, una de sus provincias más florecientes. Hoy se recuerdan y se honran aquellas empresas del intelecto, y han sido recuperadas por las instituciones del Estado, pero ciertos nombres parecen no escapar del olvido. Uno de ellos es el de Gumersindo de Azcárate, —quizá el leonés más importante de la historia, obviando a los monarcas medievales—. Solo con citar una ley que salió de sus manos sabremos de su importancia: la Ley de represión de la Usura, la Ley Azcárate, de 1908.

                Gumersindo de Azcárate es hoy un hombre completamente olvidado, como tantos, incluso más olvidado que Giner de los Ríos o Cossío. Tampoco su obra parece ser tenida en cuenta. Y quizá es su propia patria uno de los lugares donde menos se le recuerda.

                Visité Villablino en 2023, no buscaba a Don Gumersindo, sino su fundación. Nadie, en bares, mercerías o tiendas de electrodomésticos supo decirme exactamente donde se encontraba, a pesar de que Villablino es un pueblo pequeño y diáfano.

—Allá arriba, en las afueras del pueblo— acertaron a decirme.

Pregunté por Luis Mateo Díez. En una librería, un hombre grande y algo atildado me dijo que no podía con sus libros, que lo respetaba, pero que era demasiado para él.

—Él reconoce que sus libros no son de fácil lectura— concluyó como excusa.

En el pueblo no lo recordaban. Luís Mateo Díez nació y paso sus primeros años en Villablino, entre remontes de carbón y bosques de roble y haya. El escritor, reciente premio Cervantes, establece dos pilares en su obra: la infancia y El Quijote. Nadie recuerda al escritor en su ciudad natal, a pesar de que Celama linda con Laciana. Estos intelectuales leoneses parecen personajes sacados de sus propios relatos, personajes míticos, de fantasía y, sin embargo, muy reales. Personajes salidos de algún filandón en una noche de invierno. En Villablino, en la misma calle en cuesta donde sigue abierta una vieja librería que no tiene un solo libro de Díez, algunas manzanas más arriba, hay un Pub Filandón, está cerrado y se vende.


                La realidad está hecha de la materia de la ficción, y no al revés. Es bien sabido, pero es una verdad que no suele contarse por sospechosa. A pesar de todo, hace poco obtuve pruebas fidedignas de la certeza de este hecho. Fue ayer, preparando una charla sobre el viaje musical de Joaquín Sorolla, para acompañar el programa de la soprano Mariví Blasco y del pianista Ignacio Torner. Escuchaba una conferencia de José García-Velasco, actual presidente de la Institución Libre de Enseñanza, cuando me tropecé, como si me derribara un rayo, con un retrato de Gumersindo de Azcárate, obra encargada por la Hispanic Society al pintor valenciano. El retrato está fechado en 1917, y es posible que Sorolla lo terminara ya muerto el anciano político; la humanidad, la bondad del rostro, resultan más emocionantes cuando se conoce la biografía del retratado. No fue eso lo que me dejó helado.

                Gumersindo de Azcárate, que contaba 87 años cuando fue retratado, me resultaba tremendamente familiar, era un rostro que había visto repetidas veces en fotografías unos días antes. No me quedaba duda. El óleo de Sorolla reproducía el rostro de Luis Mateo Díez en la actualidad, más avejentado quizá, y vestido a la manera de principios del siglo XX, pero era él, la misma nariz curvada y recta a un tiempo, el mismo cabello canoso, el corte de la barba, el rostro alargado y sereno, pero a la vez afable, las lentes leves, que habían modernizado su diseño. Azcárate tenía el rostro mismo de Díez más de un siglo antes de recibir éste el Cervantes. De alguna forma, Sorolla había unido sus vidas, sus trayectorias intelectuales sólidas e impecables, en ese óleo que descansa en Nueva York. Había unido también sus respectivos olvidos, y la misma pacífica indiferencia con que ambos autores se enfrentan al daño que puede hacerles ese viejo mal español. Azcárate y Sorolla veían desde su pasado militante y activo un futuro que desconocían, un futuro sobre el que nunca perdieron la esperanza, quizá porque no les dio tiempo, pues lo peor de nuestra estirpe se derrumbó sobre el país años después de que murieran. Y en medio, como un jalón en el camino, un férreo nexo temporal, estaba el relato, Lecciones de las cosas, la crónica novelada escrita por Díez, con respeto, casi con veneración, buscando en parte sacudir tanto olvido, de la fundación de Gumersindo de Azcárate.

                Veo a Luis Mateo Díez recibir el premio Cervantes con esa tranquilidad idílica de la que carezco y pienso que, a sus 81 años, tiene una confianza en la vida, en la forma de afrontar las miserias y derrotas humanas, mucho más firme que la mayoría de los que somos algo más jóvenes que él, o mucho más jóvenes, que es todavía peor.

miércoles, 10 de abril de 2024

BUSCANDO UNA HUERTA PERDIDA

 


En una de las últimas películas de Akira Kurosawa, Sueños (1990), compuesta por ocho cortos, un niño es reprendido por unos espíritus que representan los melocotoneros arrancados por su familia. La historia se desarrolla durante el Hina matsuri, Día de las Muñecas, que coincide con la antigua celebración del Festival del Melocotón o Momo no sekku. Los espíritus se apiadan del niño cuando este les dice que él no quería que su familia destruyese el jardín de los melocotoneros, y su interés por ellos no era tanto por consumir los frutos, sino por disfrutar del espectáculo de su crecimiento y floración.

                El pasado 4 de abril se estrenaba en la Filmoteca Regional de Murcia el documental ¿Dónde está mi acequia?, subtitulado Anatomía forense de una ciudad. En unos inteligentes planos contrapuestos, el director Joaquín Lisón enfrenta coloristas escenas de las celebraciones del Bando de Huerta, Entierro de la Sardina y Romería de la Fuensanta —donde observamos ricos trajes regionales— frente a panorámicas ocres que muestran la degradación absoluta de la antigua y verdadera huerta. Inmediatamente recordé el sueño del niño Kurosawa y entendí el sentido último tanto del film fantástico del japonés como del documental evocador del murciano. También entendí que la propia proyección en plenas Fiestas de Primavera murcianas era en sí misma una sibilina performance, pues tras los sonidos en la sala del documental de denuncia sonaban en la calle los pitos y charangas despreocupados de esa otra huerta falsa del festejo y el oropel.

                Joaquín Lisón, junto a la productora Conchi Meseguer, llevan años reflexionando sobre el triste devenir del río Segura en sus diversos tramos, desde Pontones, en el nacimiento, hasta su final agónico, que el director sitúa en la propia ciudad de Murcia y no en Guardamar, donde la desembocadura ya no es tal. ¿Dónde está mi acequia? ejecuta un dictamen, no por implacable menos cierto, de esta degradación. Las imágenes de los depauperados tramos no entubados que quedan de las antiguas acequias, molinos o aceñas, se suceden entre un fondo de carreteras mal trazadas, sonidos de claxon y urbanismo desarbolado. La gama de colores terrosos, mortecinos, domina el encuadre, que se ve interrumpido, como fogonazos de un tiempo perdido, por testimonios de ancianos huertanos, de sus propios nietos, y de fotografías en Blanco y Negro de una huerta tan idílica como terrible, algunas de ellas, parte del archivo de la recientemente desaparecida María Manzanera.

                Siguiendo este esquema de montaje, el documental oscila en todo momento dentro de una dialéctica entre la nostalgia del paraíso perdido de la niñez, la injusticia que supone la reducción del huertano a un estereotipo de personaje inculto y residual y, correlativamente, la degradación medioambiental del entorno. La fortaleza plástica del metraje se ve reforzada por la música de Crudo Pimento, que en una de las secuencias más dramáticas emite un grito desgarrador, una glosa del egoísmo contemporáneo mientras vemos una imagen partida de una de las cíclicas inundaciones del río, con un rebaño de cabras huyendo que son también una metáfora de los habitantes de la ciudad superados por las circunstancias.

Especialmente emotivas son las entrevistas a unos pocos ancianos (Patricio, Juan) que todavía recuerdan la huerta murciana en sus mejores días. En estas entrevistas se hace una evocación de esa Arcadia que pudo ser la ribera del Segura hace décadas, donde las gentes se bañaban en las propias acequias y vivían de lo que daba un suelo extremadamente fértil. Estos ancianos que recuerdan una infancia breve llena de trabajo, pero feliz, son, a la postre, el mismo niño Kurosawa que ve como su familia ha arrancado los frutales. Como en la película del japonés, esa familia, en cierto modo fratricida (porque en Sueños hay una intuición de muerte de las hermanas del protagonista), es elíptica, jamás la vemos. Joaquin Lisón tampoco muestra a esa familia de perpetradores del delito (tecnócratas, especuladores, constructores sin alma y sin criterio), la mayoría parientes de huertanos o huertanos de origen. No los muestra, no hablan, no exponen su visión, pero las consecuencias de sus acciones insensatas se observan con toda su crudeza. Aparecen, eso sí, los herederos involuntarios de ese despojamiento, los regantes de las pocas parcelas vivas, que aún hoy notan la presión urbanística, pero también arqueólogos, que desvelan un pasado de esplendor, y activistas que pelean con dolor contra la desaparición del entorno.

                ¿Dónde está mi acequia? no es un documental al uso, su voluntad de denuncia y ese canto fúnebre que parece recorrerlo, se materializan en metáforas de una viveza poco común en el género. Al inicio ya vemos el cauce seco de una acequia por el que empieza a discurrir de repente una lengua de agua que arrastra todo tipo de residuos acumulados en el tiempo. Vemos los paredones apenas en pie de los antiguos molinos y norias. Vemos una procesión cruzar por encima de un Segura mancillado, la imagen de un Cristo Azotado representa al propio río; los pasos dudosos de los estantes vestidos con zaragüelles convierten la celebración en un desfile lleno de culpas en honor a la huerta. Vemos los fuegos artificiales del Entierro de la Sardina (una celebración relativamente reciente, muy urbana), fuegos que simbolizan el boom urbanístico indiscriminado que vive la ciudad a partir de mediados del siglo XX. Pero Lisón no se queda ahí: en la parte final del metraje y mediante el efecto de la cámara en movimiento inverso, los fuegos artificiales que antes se abrían como flores en el cielo nocturno, ahora se cierran, y caen a tierra como si de rayos se tratara, en una alegoría del efecto destructivo que provoca el crecimiento descontrolado de la ciudad sobre sí misma.

                Lisón y Meseguer trabajan por decantación, como si de una serie de avenidas de agua consecutivas se tratara. No hay una narración clásica, con un planteamiento y un desenlace, sino más bien cíclica, con estratos sucesivos que se colocan unos sobre otros creando un discurso encadenado de referencias de todo tipo que se repiten con variaciones. Se crea, por tanto, una analogía entre forma y fondo, montaje y significado, que enriquece el relato. Una de esas referencias, quizá la más general —y quizá también el testimonio más gráfico que describe la relación de Murcia con su huerta—, es la del naturalista Joaquín Araujo cuando compara a la ciudad con una garrapata que chupa la sangre de su entorno medioambiental. Todo el metraje se halla atravesado por referencias de la época árabe salidas de la pluma de Ibn Mardanís, rey de la antigua Mursiyya, entre otros; los cambios temporales, adelante, atrás, y muy atrás, son constantes.

Muy al final vemos unos murcianos vestidos con lujoso traje típico bailando frente a la patrona. Uno no pude dejar de pensar en el baile del corto de Kurosawa, el baile que los espíritus de los melocotoneros talados dedican al pequeño, un baile gagaku que en realidad es una despedida y que tiene, a pesar de su colorido y elegancia, algo de marcha fúnebre. Lisón consigue, por su parte, que estas alegres parrandas murcianas tengan también un sentido triste y melancólico, completamente distinto a su intención original, de esta manera decodifica de un plumazo todo ese repertorio exclusivamente turístico creado hoy alrededor de un entorno medioambiental que languidece sin remedio.

                ¿Dónde está mi acequia? es, por tanto, una obra magistral, valiente, profunda y muy necesaria.

martes, 13 de febrero de 2024

LA VERDAD DEL CARNAVAL

 



I

A poco que nos paramos a analizar la celebración del carnaval en la civilización occidental en los últimos siglos, nos llama la atención una serie de constantes, sea cual sea la geografía, el apego a la tradición o las múltiples formas de evolucionar que ha tenido este antiguo ritual.

                En primer lugar, lo que parece evidente es que, lejos de ser una apoteosis de la impostura o el engaño, el carnaval es más bien el triunfo de la verdad, de una verdad efímera y puede que deformada, pero necesaria como catarsis anual de todas las represiones externas o internas que el individuo de sociedades en las que la mezcla de la tradición grecolatina y judeocristiana -junto al fermento adicional de viejos ritos ancestrales de cada tribu secular- conforma un equilibrio social y psicológico difícil de mantener.

                Durante siglos, el supuesto anonimato de la máscara permitía por unos días a cada cual mostrarse como realmente quería ser, si bien de manera lúdica. El hombre se disfrazaba de mujer, la mujer de hombre, el padre de familia esforzado y serio se convertía en un personaje desbaratado y sinvergüenza, la mujer casta y reservada se dejaba llevar por deseos que no podía confesarse a sí misma; la amargura de tener que aparentar un papel falso día tras día era aliviada durante un corto espacio de tiempo. Este desfogue regulado por los ciclos estacionales era una válvula de escape que la sociedad necesitaba para seguir viva en sus contradicciones; no es otra la razón por la que, a pesar de estar prohibidos durante dictaduras como la de Primo de Rivera o la franquista, los carnavales más iconoclastas no dejaron de celebrarse de manera semiclandestina. Nunca se llegaron a cancelar los de Cádiz y Tenerife, por ejemplo.



                Hay una dialéctica interna en el hecho de disfrazarse que ha llenado miles de páginas de etnógrafos y sociólogos, pero que a nivel puramente poético es de una profundidad encantadora, y es el hecho de que, para desvelarse (es decir, para que aparezca la verdad, en el sentido griego del término) es necesario velarse. El sentido de toda metáfora está encarnado en esa dialéctica. Es más, buena parte del éxito del teatro popular en las sociedades más reprimidas radica en este sano cambio de roles.

                Hoy, en las democracias neoliberales del capitalismo tardío, donde la libertad individual no solo está permitida, sino incentivada como garantía de la diversidad del consumo de productos pensados para cada gusto o preferencia personal, la función del carnaval ha desaparecido tal y como siempre se entendió durante siglos. Carnestolendas o Entroido son hoy una excusa como otra para pasar un sano rato de fiesta que nos aparta de la rutina laboral y de paso permite ingresar unos euros extra a través de la afluencia de turistas. Halloween, el parque temático de Semana Santa, viejas tradiciones recuperadas, siguen ese mismo camino.

Nada más. ¿O nada menos?

La realidad quizá sea algo más compleja. La clave nos la da el desaforado éxito de las celebraciones de los carnavales escolares (no muy distintas de las que festejan Halloween o Semana Santa). No creo que el sentido de estos festejos sea preservar tradiciones que pueden estar en peligro de desaparecer o tienen un especial interés cultural, de hecho, se encuentran prácticamente inscritas al ámbito de la educación primaria. Hace unos cuantos años que nadie celebra el carnaval en mi centro de educación secundaria, incluso algún alumno me pregunta tímidamente, como si fuera algo prohibido, si puede venir disfrazado ese martes de febrero.

No, la clave está en que estas celebraciones (como el día de la castañera, los mercadillos solidarios, y otros artefactos que los maestros han ido pergeñando a lo largo de los últimos tiempos) crean comunidad en una sociedad básicamente atomizada. En este caso, la balanza pretende equilibrar la tendencia al individualismo exacerbado, y lo hace mediante una peculiar forma de individualismo –el mero hecho de disfrazarse-, envuelta en una manera de fomentar el trabajo en equipo y la colaboración de los grupos, pero no solo de los grupos infantiles, sino también, como a nadie escapa, de los grupos de madres y padres, familias y claustro de maestros. Esta voluntad de crear comunidad desaparece en la enseñanza secundaria por el simple hecho de que los padres y madres ya no se dedican a respaldar a los pequeños, y vuelve a aparecer después en la vida adulta mediante la formación de peñas y comparsas. No desenfoquemos, en todo caso, el asunto que nos trae: el carnaval infantil.




II

El pasado lunes 12 de febrero asistí a un espectáculo que no creía posible en una ciudad del sur español –digamos Jumilla, digamos cualquier otra-. Cientos de madres, padres, abuelos y, por supuesto, niños de distintos niveles junto a sus profesores, de las más variadas nacionalidades (malienses, ecuatorianos, senegaleses, colombianos, marroquíes, peruanos, ucranianos, burkineses, rumanos, murcianos), más o menos occidentalizados, o más o menos étnicos, se encontraban pegados, amalgamados, cementados en un hatillo sin reparar los unos en los otros. Ha sido un espectáculo singular ver pequeños senegaleses disfrazados de vikingos, musulmanas de velo riguroso portando el sombrero charro del traje del hijo, ecuatorianos conversando vivamente con marroquíes acompañados de jumillanas nativas sin ningún atisbo de prejuicio xenófobo o racista.

Conozco bien el lugar donde vivo, y he podido ver como personas venidas de los barrios más humildes charlaban animadamente con otras del centro. En un momento dado, se ha producido un curioso desfile: decenas de madres disfrazadas empujaban cochecitos de bebe donde se escondían sus hijos de pocos meses.

El desfile de disfraces era original y colorista, por supuesto, y tenía el valor del trabajo en comunidad, de la confección casera de los trajes, del reciclaje, qué duda cabe; pero lo más importante radicaba en que estas máscaras, estos trampantojos, dejaban ver la verdad desnuda, como siempre lo ha hecho el puro carnaval: una sociedad multiétnica en la que conviven magrebíes o ecuatorianos de segunda generación, establecidos hace lustros, con subsaharianos llegados recientemente, atraídos por el trabajo rural, o ucranianos y otras nacionalidades del este europeo emigrados por fuerza de las circunstancias bélicas o la inestabilidad política.




Jamás, en ningún lugar público o privado, veremos juntas todas estas nacionalidades. Viven aislados en grupos más o menos homogéneos y su contacto en los propios centros escolares es también limitado, pero el sagrado carnaval ha obrado de nuevo este milagro, como lo viene haciendo desde la época prerromana: ha conseguido sacar a la luz la médula última de nuestra sociedad, una sociedad diversa, multiforme, mutante, atravesada por variadas fibras religiosas o sociales, que necesariamente tenderá a la cohesión, si las cosas se hacen bien y aceptamos las múltiples ventajas que esto comporta, o derivará en serios conflictos sociales –como los que se desencadenan regularmente en las afueras de París- si las cosas se hacen mal.

Don Carnaval (o Don Carnal) nos ha hecho un favor:  ha descubierto ya el tipo de sociedad en la que nos movemos y nos la ha ofrecido delante de nuestros ojos, gracias en gran parte a la labor de maestros y comunidades de AMPAs. Lo ha hecho en el sector social más sensible y frágil: la infancia.

¿Seremos capaces se aprender la lección de don Carnaval, ese viejo sabio y milenario? ¿O bien preferiremos cerrar los ojos y escondernos detrás de otras máscaras mucho más peligrosas?