martes, 18 de agosto de 2020

ETIMOLOGÍAS PRIVADAS: ADELA

Siempre he considerado la etimología un vasto semillero donde cultivar no sólo los imaginarios colectivos, sino también los individuales. Las palabras adquieren para cada usuario una textura, un ambiente o un perfume peculiar, y es entonces cuando uno busca su raíz y aparecen nuevas ramificaciones seductoras. Es lo que me ocurrió con el nombre Adela, que en mi infancia asocié con una vecina (a mi juicio muy mayor) que se ceñía los todavía negros cabellos con el clásico rodete. No mucho después la asocié a uno de esos tipos segovianos que Ignacio Zuloaga plasmara en sus cuadros noventayochistas; en concreto, la Hilandera de falda verdosa que retrató en 1911. Un día, asomado al patio al que daban las puertas traseras de las casas del vecindario, contemplé una extraña escena. Aquella Adela, que yo ya tenía por algo así como una de las Moiras hiladoras del destino, había desenredado los cabellos en toda su extensión. Observé como llegaban hasta las rodillas y que adquirían un temple aceitoso, como los de las mujeres simbolistas de Julio Romero de Torres, al mojarse y apelmazarse bajo el jarro de agua que la propia Adela sostenía. La sensualidad del cabello sobre el cuerpo ajado de la vieja me produjo una alucinación que todavía recuerdo, pasados quizá cuarenta años. Fue mi primera intuición casi infantil de que la Castilla del Norte y la Andalucía del Sur y del Oriente tenían un nexo en común. Aquello era un imaginario privado, no un sustrato cultural, porque yo no conocía a los pintores más que de ilustraciones de libros y no sabía nada de sus intenciones artísticas, al igual que no conocía Castilla o Andalucía más que por los mapas de la escuela. El lenguaje sujetó algunos de esos mimbres por la aliteración que producen las palabras Adela, abuela e hilandera, de tal forma que Castilla, o lo que yo imaginaba que era Castilla, terminó apropiándose del nombre de mi vecina, difunta desde hace al menos dos décadas.

Pasaron unos años y, ya en la adolescencia, vinieron nuevas referencias casi al unísono. Por un lado, la valiente heroína, ensayo de mujer liberada de principios del siglo XX, Adèle Blanc-Sec (como el vino, decía ella), creada por Jacques Tardi, cuyos comics devoraba con pasión gracias a la clemencia de un amigo. Por otro lado, unas cintas -compradas en una gasolinera- de un grupo cuya única garantía para mí es que era castellano y hacía música de raíz. Escuchaba aquellas jotas segovianas y la imagen de la hilandera intentaba asomar su agreste perfil. Por entonces yo ya conocía bien a Zuloaga e intentaba imitar, con poco éxito, su pincelada terrosa, gruesa y potente, cercana a una especie de Van Gogh mesetario. En una de las cintas de aquel Nuevo Mester de Juglaría aparecía un romance titulado Una niña se ha muerto, donde una chiquilla enfermaba de amor por la súbita indiferencia de Juan, su pretendiente. Muy avanzado el romance, el inconsciente Juan aireaba su culpa exclamando aquello de “Adela mía, que no pensaba yo que te morías”. El nombre entró en mi imaginario suavemente, con dulzura, sin la truculencia del caso que la canción contaba, rejuveneciendo de paso la memoria de mi anciana vecina. Casi podía ver a aquella adolescente pálida, seguramente muy flaca, vestida de negro, que se hallaba en cama porque su novio le ponía unos cuernos pequeñitos, aterciopelados, pero cuernos, con Dolores. Tampoco podía saber yo que años atrás el impagable Joaquín Díaz ya había grabado otra versión del romance con el nombre de La pobre Adela, ni que el romance tenía múltiples versiones a lo largo de la geografía española. Desde entonces, el nombre quedó indeleblemente unido a mi imagen de Castilla; en mi mente, todas las mujeres castellanas se han llamado un poco Adela, incluso aquella joven dependienta de una panadería cercana a la casa de mi abuela que me dijo, siendo un yo crío -quien sabe la razón- que yo tenía acento segoviano.

El caso es que el nombre me estuvo rondando durante lustros lanzando sus redes desde los lugares más inesperados: igual me llegaba desde un corrido que recordara a las mujeres-soldado de la revolución mejicana, las Adelitas, que se me aparecía en el nombre de una presentadora de televisión o en una especie peculiar de pingüino.

Opté un día por indagar en la etimología de tan recurrente patronímico y me encontré con una raíz germana, la verdadera, y otra árabe, apócrifa, pero muy sugerente. Adela deriva de la raíz athal, que en las lenguas germanas significa siempre nobleza. Así pues, diríamos que se puede traducir como “la que es noble o tiene nobleza”. Curiosamente, existe el nombre árabe Adel, de origen libanés, que sólo por una casualidad puede sonar similar a Adela, y que deriva de la palabra adl (justicia o equidad).

Poco importa que nada tengan en común ambas raíces, porque la etimología privada las ha unido a su manera y entendimiento para recrear en esta Adela inventada, hiladora morena, espigada y rural, una figura paralela a lo que durante muchos años fue para mí el mito íntimo de Castilla, esa tierra donde coincidieron y se acrisolaron de manera muy especial las influencias orientales, islámicas y judías con los posos de culturas llegadas del norte de los Pirineos sobre el terreno bien abonado del mundo romano. Algo no muy diferente, en fin, de lo que nos describe, con su prosa apacible y luminosa, José Jiménez Lozano en su Guía Espiritual de Castilla.

4 comentarios:

  1. Desde tu infancia con la imagen de la vecina anciana, esos paralelismos que te llevaron hasta tu adolescencia Hasta acabar dándole al nombre la etimología que le pertenece por unanimidad, sin embargo, yo me quedo con el tierno recuerdo porque hay nombres que son la persona que lo lleva, Como bien dices al empezar tu entrada sobre el significado de la palabra, esta es subjetiva.

    Te felicito, compañero.

    Un abrazo y un placer leerte.

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    1. Muchas gracias, Ana, tienes toda la razón, el embrión y lo que es importante aquí es el recuerdo conservado de la infancia que ha conseguido sobrevivir e impregnar la palabra con su esencia. Un abrazo, compañera.

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  2. Maravilloso relato Bartolo. Yo, irremediablemente, me acuerdo de Adela de La casa de Bernarda Alba de García Lorca. Me ha impactado leer lo que cuentas porque me pasa igual que a ti, ese nombre es de mi infancia, de mi muy querida vecina Adela. Es un nombre asociado siempre a lo bueno y a lo bello que es como es ella a sus 90 años. Un placer leerte.

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  3. Gracias por leerlo, Aurora, es lo maravilloso del lenguaje materno, que queda unido a las experiencias privadas y se convierte en un pequeño tesoro, original, particular y único.

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