domingo, 14 de octubre de 2018

LAS MURALLAS DE SAMARIS





Corría el año 1983 cuando un pequeño estallido removía el mundo del cómic tras la publicación del primer álbum de la serie Las ciudades oscuras, que dos autores francobelgas, Benoît Peeters y François Schuiten, desarrollarían en las décadas posteriores. Ese primer tomo, titulado Las murallas de Samaris, impecable en su factura, exacto y milimétrico tanto en guión como en dibujo, ha conseguido saltar por encima de las peripecias de las ediciones agotadas (recientemente Norma Editorial lo ha reeditado para España) y de la imparable mutación de los gustos gráficos y de la edad de los aficionados al mundo del cómic. Sus virtudes lo han convertido en un clásico que, como escribe Sergio Benítez (ver enlace), "ha ganado en potencia, resultando el mensaje que en última instancia se puede destilar de éstas páginas tan válido y actual como lo fuera hace treinta años". No sólo eso, Las murallas de Samaris se reviste hoy de una nueva capa de significados que la convierten en una certera alegoría del mundo occidental actual, una segunda vida que posiblemente los propios autores no soñaron pero que da idea de su calidad como obra de arte universal.
               La historia comienza en la ciudad de Xhystos, una urbe de burócratas primorosamente descrita por el dibujo de Schuiten, con su arquitectura de acero y cristal (ya veremos que este es el primer detalle a tener en cuenta), donde vive Franz, a quien se le encarga la misión de visitar la vecina -y muy lejana- Samaris. La novia de nuestro protagonista, muy enfadada porque éste ha aceptado la misión, rompe con él; no en vano su hermana, la bella Clara, desapareció en Samaris y nadie volvió a verla. El caso es que los últimos visitantes que se allegaron a la vecina urbe no han regresado, por lo que se supone que algo raro está ocurriendo en Samaris. Con la promesa de una ascenso social, Franz emprende un larguísimo y agotador viaje por tren, avión y barco, atravesando vastedades desiertas hasta enfrentar las murallas de Samaris, que aunque visibles desde lejos no parecen alcanzables. La viñeta que reproduzco es ya evidente: un enorme muro desnudo se yergue imponente sobre la frágil patera de Franz.


               Pero finalmente, el viajero penetra en la ciudad, aparentemente una urbe civilizada, con hermosos edificios dieciochescos. Consigue encontrar alojamiento en lo que parece el único hotel de Samaris, anómalo para una ciudad tan imponente. Enseguida se hace extraña la actitud de las gentes, distantes al par que ociosas, ajenas en cierto modo al entorno, enfrascadas en actividades de funcionario o escribiente o en juegos de azar o de salón. Todo son breves saludos, conversaciones insulsas y superficiales. Conoce a una joven llamada Carla, curiosamente muy parecida a su cuñada perdida, con la que intenta entablar una conversación más profunda sin éxito, haciendo que ella, tan huidiza como los demás, se asuste. Franz pasea por la ciudad, no hay niños, nadie ejerce trabajos manuales y los edificios se repiten con monotonía a su paso. Llega el viajero a arrancar el marco de alguna ventana para encontrar detrás un muro, al igual que en su propia habitación, tapiada por las humedades. Franz se siente cada vez más oprimido, más molesto a la vez que adormecido. Finalmente, en un arrebato, consigue derribar un muro del hotel, curiosamente frágil, y accede a la cruda realidad: la ciudad es un enorme simulacro, un conjunto de decorados unidos a mecanismos que hacen que el entorno urbano de la ciudad cambie cada día y encierre a los habitantes en un entramado kafkiano. Cuando por fin el viajero llega al núcleo de esa gran tramoya que es Samaris, como podemos ver en la viñeta, y comprende por qué el emblema de la ciudad es una planta carnívora llamada drosera, que atrae a sus víctimas con tentáculos edulcorados. Todos los habitantes de la ciudad son víctimas del mecanismo infernal de Samaris, enajenados por la imagen que la ciudad ha creado para que no escapen. Franz lo hace después de varias peripecias y regresa a Xhystos, donde le espera una horrible revelación, pero esa ya es empresa del lector entregado.


               Es posible que Benoît Peteers leyera a Baudrillard y su concepto de simulacro, que hacia los ochenta estaba en plena actualidad, o también que quisiera enseñarnos una parábola de la alienación de las ciudades modernas, tan burocratizadas y cuadriculadas en su funcionamiento como son las ciudades oscuras que inventa, reflejando también la sospecha de la realidad consustancial a la época de la modernidad avanzada; es posible que quiera pasar a cuento visual el texto de El Proceso, de Kafka, o todo a la vez, lo cierto es que junto a Schuiten parece haber proyectado en una alegoría todas las contradicciones actuales de esta Unión Europea en la que vivimos hoy, incluso del propio sistema capitalista. Veamos algunas coincidencias.
               Para empezar, Xhystos se nos presenta como la realización del sueño de la arquitectura decimonónica de acero y cristal, presentada a demás en un estilo modernista propio del mejor Victor Horta. Esto nos recuerda el reciente texto de Peter Sloterdijk sobre El palacio de Cristal (ver: El Mundo interior del capital: Para una Teoría Filosófica de la Globalización, Siruela, madrid, 2010), inspirado en aquella proeza londinense construida para la Exposición Universal de 1851, nacimiento de la arquitectura de hierro y cristal. Sloterdijk metaforiza en la construcción británica la estructura del capitalismo globalizado. El autor alemán sostiene que el sistema ha sustituido el viejo mundo metafísico por una burbuja de cristal en cuyo interior el ciudadano dispone de todo lo necesario y de la capacidad de adquirirlo, por muy lejano que se encuentre. Pero este mundo interior depende de un mundo exterior del que se tiene que alimentar necesariamente, y al que accede de forma remota, a través de grandes emporios como Amazon, Alí Babá, Google y el resto de gestores de internet u otros medios de comunicación mundializados. Este "espacio ordenado domésticamente y climatizado artificialmente" no es, según Sloterdijk, "un ágora ni una feria de ventas al aire libre, sino un invernadero que ha arrastrado hacia adentro todo lo que era exterior" (p. 30). Tanto Xhystos como Samaris tienen en el cómic de Schuiten y Peteers esa apariencia de espacio cerrado, acristalado y desinfectado.
               Pero este sistema tiene ganadores, que habitan la burbuja, y perdedores, que quedan fuera, en el exterior, y a veces, como era de esperar, esos habitantes externos penetran en el interior de la burbuja, como ocurre en la elocuente imagen de Franz entrando a Samaris en barca. Cuando esto ocurre -inmigrantes en el Mediterráneo, atentados yihadistas, refugiados sirios- la alarma es generalizada. No ocurre así en Samaris, donde el peregrino parece encontrar un cobijo -al estilo del buen samaritano- aunque sólo sea momentáneamente, pero esto es así porque Samaris es una ciudad mental antes que real, hoy diríamos virtual. El interés de Samaris es atraer víctimas que alimenten su sistema, que haga que sus tramoyas y decorados luzcan y funcionen, para después, con el tiempo, excretar a esos mismos visionarios cuando han sido exprimidos y no son de utilidad, exactamente como el capitalismo globalizado, que expulsa hacia los bordes de las ciudades los escombros que de los que no sirven, haciéndolos habitar los no-lugares del no-consumo.
               En todo caso, incluso el viajero que todavía tiene la suerte de vivir dentro de la ciudad-teatro se encuentra ante un panorama desolador, donde nadie parece hacerle caso, y peor, nadie parece ser nada. En este punto es donde nos llega un nuevo nivel de significación en esta metáfora de Occidente, y en concreto de la vieja Europa, que es Las murallas de Samaris. La ciudad-decorado se nos figura un trasunto claro de la deteriorada Unión Europea, con sus burócratas pasivos, sus leyes inútiles y esa extraña postura paradójica hacia los refugiados, acogidos y expulsados a la vez. Nos engañamos si pensamos que alguna vez Europa ha sido el "buen samaritano" de Occidente. Como nos aclara Slavoj Žižek, el más importante crítico de la globalización capitalista (ver Los refugiados y el terror, Anagrama, Barcelona, 2018), esa Unión Europea "democrática" defensora de los derechos humanos y del Estado del Bienestar "nunca ha existido" (p. 16). Žižek recuerda que Europa se encuentra anclada entre Estados Unidos y China, los dos modelos de capitalismo actual y que su única oportunidad es superar la oposición entre el modelo anglo-sajón y el modelo franco-alemán, algo que ya vemos que parece imposible. Así pues, Europa -Samaris- se encuentra encarcelada entre lo que nos quiere hacer creer que es y lo que es en realidad -entre su realidad y su simulacro-. Al igual que Samaris, Europa es el típico sistema estático en el cual la resolución de la paradoja implica la desaparición. los viajeros que llegan a Samaris buscan la verdad que se oculta tras el simulacro, pero se ven frustrados, porque detrás sólo hay tabiques de ladrillos y puertas tapiadas. De la misma forma, los refugiados que cruzan el Mediterráneo no sólo huyen de una situación catastrófica; buscan en Europa un sueño; en realidad, como apunta Žižek, no se conforman con Francia, España o los Balcanes, quieren ir más allá. "La ardua lección que aprenden los refugiados es que 'Noruega no Existe', ni siquiera en Noruega" (p. 62). Los pocos que consiguen escapar de la anodina realidad de Samaris descubren que, en realidad, Samaris no existe. La Europa que los propios ciudadanos del interior del invernadero, de nuestro palacio de cristal, creen conocer no existe ni ha existido, fruto de la revelación de este engaño monumental llega la furia -al igual que Franz en Samaris-, los propios europeos optan por la violencia cuando descubren la tramoya, la trampa, y caen en manos de los tentáculos de la extrema derecha, de Marine le Pen, de Salvini, de Vox.
                 Ésta es nuestra condición, tan magistralmente expuesta en ese cómic que ya es un clásico y que tantas lecciones nos depara. pero todavía queda un "tour de force" final. Cuando Franz regresa a Xhytos, tras un viaje de vuelta atroz, sigue notando esa opresión que sentía en samaris. Pide hablar con el consejo de la ciudad y allí, en una escena plenamente kafkiana (ver viñeta)


descubre lo que ya intuía, que las dos ciudades forman parte del mismo sistema de simulacros y que definitivamente está fuera, sin remedio, sin lugar. La solución a la crisis de los refugiados, como también apunta Žižek, se encuentra fuera de Europa -y a la vez dentro-. Para resolverla no sirven ni los paños calientes de una izquierda ingenua y timorata ni los exabruptos de la nueva extrema derecha. Los refugiados huyen de los problemas que el interior de la cúpula les ha creado: la crisis mundial del mercado de alimentos, las luchas de las potencias por el control de las materias primas, la disputa por el agua en plena África y tantos otros. Si Europa logra redimirse luchando por resolver esos problemas quizá consiga volver a creer en las narrativas de la Ilustración y sea capaz de mirarse a sí misma. La solución puede parecer utópica -como advierte Žižek- pero la alternativa es sucumbir aplastados entre los dos grandes bloques capitalistas mientras se desploma, en un ruido de cartones, tanto simulacro, tanto decorado y tanta máscara. Aprendamos de Samaris.