martes, 7 de agosto de 2018

TOLERANCIA O VERDAD




LOS HECHOS...

Iría ya andando el mes de marzo cuando llegó a mi departamento la madre de una alumna de 3º de ESO. Le preocupaban muchas cosas de su hija y dos mías: dos declaraciones en clase. La primera de ellas, en torno al aborto. Los hechos podrían resumirse así: en clase de Ciudadanía[i], una alumna defiende el derecho de la mujer a decidir la interrupción del embarazo, ante lo que dos o tres alumnos y alumnas rebotan como energúmenos para gritar en contra; gritar, pero no argumentar. Mi papel no era convencer sobre una determinada postura en torno al susodicho derecho, pero sí sacar del dogmatismo a quienes vociferaban sin pensar (o evitar que el resto del grupo cayera en él), defendiendo un ideario machista, supersticioso y beligerante. Escogí una estrategia socrática para hacerles caer en la cuenta de que, si bien el concepto de persona es inconmensurable por relación a fenómenos biológicos o físicos (es decir, que unas determinadas características físicas no configuran por sí solas una persona, y por tanto, ni la biología ni la física pueden determinar qué es una persona) existen al menos aspectos materiales que hoy entendemos como condición necesaria para su existencia. Dicho brevemente: la biología establece los límites de la personeidad[ii] en negativo: aquello sin lo cual no puede haber una persona, aunque por sí mismo sea insuficiente para que la haya. “ - Pensad en un ser humano cualquiera, una persona. ¿Seguirá siendo una persona si le quitamos una pierna? - Sí. - ¿Y si le quitamos los dos brazos? - Sí. [...] - ¿Y si le quitamos el cerebro? - ...[Momento de silencio. Reflexión.] No. - Por tanto, según vosotros mismos, difícilmente podremos decir que hay una persona antes de que se haya desarrollado el cerebro. Así que, en estadios muy tempranos del embarazo parece que hay poco lugar a discusión sobre el tema, aunque con el paso del tiempo el asunto vaya sin duda complicándose...”

La segunda cosa preocupante tiene que ver con un comentario en torno a la religión. Digamos que esta fue la escena: explico que el islam no es de por sí necesariamente más violento que el cristianismo y cito el libro de Amin Maalouf “Identidades asesinas” para explicar que durante la Edad Media el islam fue la religión de la tolerancia en la Península Ibérica, mientras que el cristianismo fue la religión del fanatismo y las persecuciones. Añado: en última instancia, las religiones son lo que las personas hacen con las religiones; desde la antropología se estudia, de hecho, la religión como una creación humana que cumple funciones psicológicas y socio-políticas. Desde esta perspectiva, Dios sería una creación del hombre, y no del revés. En definitiva, y sea nuestra fe la que sea, en cualquier caso es al hombre a quien hay que apuntar como responsable de las consecuencias de la religión.


ANÁLISIS DEL PROBLEMA

En lo que a mí me concernía, la señora andaba en desazón, al parecer, porque temía que pudieran estar adoctrinando a su hija, y, añadió, en un tono ciertamente cordial: “para adoctrinarla, en todo caso, ya estamos nosotros [sus padres], ¿no?”. Amable y abierta al diálogo, la señora conversó conmigo durante una hora, después de la cual se fue contenta y tan agradecida hacia mí como yo hacia ella por su amabilidad. Lo que más me sobrecogió de aquel diálogo no fue lo que se dijo, sino lo que se dio a ver bajo la mesa: que lo que a la ilustre señora robaba la tranquilidad no era el modo en que se habían enseñado las ideas, o el intento por imponerlas; lo que en el fuero interno le dolía es que ella no comulgaba con aquellas ideas. En última instancia, la señora reclamaba que no se expusieran ideas que no eran las suyas como especialmente convincentes o válidas. El cometido de aquella madre podría traducirse así: enséñense todas las posturas en torno a un tema o no se hable del tema. Este argumento está a la base de los discursos que defienden la enseñanza del creacionismo como propuesta científicamente aceptable en EEUU y asoma de tanto en tanto en la propuesta de quienes defienden la enseñanza de la religión en el sistema de enseñanza público o la financiación pública de colegios e institutos declaradamente confesionales en nuestro país. El ejemplo anterior es una muestra de su expansión viral a todo espacio educativo, su conversión en cultura popular, en un modo cada vez más aceptado de comprensión del sistema y la práctica educativa.

El presupuesto que subyace es el siguiente: no hay idea más válida que otra, por lo que el criterio que debe regir la enseñanza ha de ser el respeto por igual a toda idea, es decir, la tolerancia.

Simplificando el asunto, la tolerancia viene de la mano con el individualismo liberal moderno. El Estado debe asegurar los derechos de los individuos (de ahí el concepto de individualismo en su versión positiva), de cada individuo, y esto exige impedir la imposición de ningún tipo de coacción sobre el mismo por parte del colectivo social y político. Una de las formas en que se concreta este necesario respeto es el permitir a toda persona mantener sus propias ideas y creencias, sean las que fueren, así como las conductas o hábitos derivadas de las mismas, siempre que no contravengan los derechos de los demás o pongan en peligro el orden público. Es decir, en el plano de las ideas, la tolerancia se asume como un modo de respeto a alguien, porque, ¿qué podría significar el respeto a una idea por sí misma? Exacto: nada. Las ideas no tienen derechos; los derechos son de las personas (al menos, de las personas -hay razones contundentes para defender que también los animales merecen algunos, pero dejaremos ese tema por el momento). Hasta aquí, todo bien.

El problema es que la consecuencia social que introduce la tolerancia quiera convertirse también en un parámetro epistemológico. Aquí empieza el trastorno: la verdad no entiende de democracia, el conocimiento no depende del número de adeptos ni de las consecuencias que para las creencias de una persona pudiera tener su avance. Si en los discursos y las prácticas que manejamos para intentar conseguir conocimiento aceptamos que toda idea o propuesta es respetable por ser de alguien, si toda idea o propuesta debe ser considerada por ello igualmente válida, renunciamos entonces a todo criterio para distinguir lo que es conocimiento de lo que no lo es, o a la posibilidad de que un conocimiento pueda estar mejor fundamentado que otro. Por tanto, dado que, por un lado, “hay gente pa to”, que decía el torero, y, por otro, el derecho a la libertad de pensamiento asegura que cualquiera puede creer cualquier cosa, al menos a priori toda idea imaginable se halla en igualdad de condiciones por relación a la verdad. En dos palabras: todo vale. Siendo tantas las mentes que han existido, existen y existirán, y viendo las maravillas de que son capaces algunas de ellas, si el criterio de aceptación de una idea consiste en que alguien la defienda, habremos de presuponer que no hay idea mala. Pero, entonces, ¿cómo afecta esto a la educación? Es decir, ¿qué enseñamos?   

Téngase en cuenta, para empezar, que, si todo vale, la educación se convierte en poco más que congregar a un grupo de personas en un tiempo y un espacio para hablar por hablar, para decir cualquier cosa, porque lo mismo vale decir una que otra. Es más, no se entiende siquiera en qué sentido el profesor pudiera estar más cualificado que el alumno, porque eso ya exige asumir que existen criterios que diferencian qué es verdad y qué no lo es, y son esos criterios y los resultados de su aplicación lo que se supone que el profesor ha de transmitir al alumnado.

Hagamos una aclaración de filosofía básica. La epistemología actual considera que existen tres tipos fundamentales de ideas distinguibles por su relación a la verdad. La opinión sería una idea cuyo contenido no puede demostrarse y de la que no se tiene seguridad. La creencia, como la opinión, sería una idea no demostrable, pero, al contrario que en el caso de la opinión, la persona que la detenta está convencido de ella, tiene un sentimiento de certeza respecto de la misma. El conocimiento, finalmente, sería una idea de la que se tiene certeza y cuyo contenido puede demostrarse[iii]. Si ponemos como criterio fundamental de la enseñanza el respeto a las creencias de los demás, entendido ese respeto como un trato meyorativo que iguala toda posible explicación o interpretación de un hecho, entonces estamos renunciando al conocimiento en beneficio de la creencia.




LA SOLUCIÓN

Hay quien pretende que todo es creencia, que no hay en última instancia forma de distinguir grados de conocimiento. Pretende, digo, que no piensa, porque es difícil pensar y mantenerse en una postura como esa. El machismo es fruto de una creencia; la igualdad efectiva entre hombres y mujeres es una realidad. Es más, el machismo no solo parte de una idea falsa, sino que razona de forma falaz: la idea de que una superioridad natural conlleve privilegios en el plano de los derechos esconde premisas de valor, como demuestra el hecho de que desde los valores propugnados por los Derechos Humanos y las sociedades realmente democráticas se justifica exactamente lo contrario, es decir, que la inferioridad natural de alguien en algún aspecto conlleva la exención de algunas obligaciones y la concesión de ciertos privilegios compensatorios. No hay forma de demostrar lo que el machismo defiende, pero sí hay datos para demostrar lo que defiende el feminismo, es decir, la igualdad efectiva de capacidades de hombres y mujeres (y la necesidad derivada de ello de convertir esa igualdad natural en igualdad social y jurídica). 

Aquella madre del inicio, y con ella tantos hoy día, pretenden que el profesor no puede mostrar su posición ante ninguna propuesta explicativa. Sin embargo, y aunque es cierto que la ley prohíbe el “proselitismo” de parte del profesorado, la idea que hay (o debería haber) tras la letra de la ley ha sido convenientemente malinterpretada. El error parte, quizás, del intento por introducir la igualdad democrática en planos donde la democracia no es pertinente: si encontramos a un enfermo y hemos de determinar qué le sucede, la opinión de un médico no es equivalente a la de una camionera, un limpiador o una vendedora de prensa. La fuente del mal es considerar que nadie puede saber más que nadie (más a menudo, que nadie puede saber más que uno mismo). Pero, si nos tomamos esta posición en serio, esto significaría que un profesor de biología, al explicar el funcionamiento del cuerpo humano, debería dedicar tanto tiempo y recursos a explicar los principios de la biología celular como al reiki; la psicología debería explicar los procesos neurobiológicos que han permitido descubrir las técnicas de neuroimagen, los aspectos conductuales no explicables desde esos procedimientos que han sido objeto de explicación científica desde la psicología y el funcionamiento del alma según Platón, la filosofía medieval, el budismo, etc. En física no habrá razón para dedicar más tiempo a la ley de la gravedad y las consecuencias de la curvatura espacio-temporal de Einstein que para hablar de la teoría aristotélica según la cual la Tierra está en el centro del universo y es plana, del sistema ptolemaico, de la propuesta bíblica... Todo ello habrá de tratarse en pie de igualdad, al menos como decíamos al principio, si hay alguien dispuesto a creerlo (pues no es siquiera imaginable presentar todas las teorías imaginables, cosa que en principio habría que hacer siendo coherentes con este pensamiento de la tolerancia antes de todo). En historia acabaría ocurriendo con todo acontecimiento humano lo que ha ocurrido en España con la Guerra Civil, y así el nazismo y el genocidio que provocó serían tan legítimos como la lucha contra el mismo. Sin embargo, nadie en su sano juicio aceptaría la presentación del nazismo y sus víctimas en pie de igualdad como una muestra de objetividad.

De hecho, no es cierto que el sistema educativo español no tome partido en sentido valorativo. Los preámbulos, los criterios y hasta los insidiosos estándares de aprendizaje de los textos legales establecen la necesidad de hacer del sistema educativo un medio de defensa de los valores democráticos e ilustrados. Defender, como no queda otra, que tales valores son más deseables que aquellos que imponen modos de pensamiento dogmáticos, antidemocráticos, antiigualitarios, etc., no hace más que dar la razón al argumento que estamos defendiendo: es tanto como poner en práctica la asunción de que no todos los valores merecen el mismo respeto y, con ello, la implicación de que hay criterios para decidir cuáles potenciar. En definitiva, en la medida en que pretendamos que la enseñanza tiene que comprometerse con valores, sean estos cualesquiera, exigiendo a la vez que los valores queden fuera del alcance de la crítica racional, estamos decidiendo arbitrariamente que ha de tolerarse lo que queramos y porque queremos. Es innecesario explicar por qué una educación dejada en manos del voluntarismo es un mero adoctrinamiento y un peligro nada baladí.  

Existe también un subterfugio para asegurar las propias ideas ante la potencia explicativa de algunas teorías científicas. Consiste en sostener que, mientras que en física, química o matemáticas las verdades son inapelables, en filosofía, literatura o arte todo queda al arbitrio de quien enuncia. Me restringiré aquí a la filosofía, para poder hablar con cierto fundamento. Resulta que las normas que establecen la corrección de un razonamiento, recogidas en la lógica (una disciplina con al menos 2.300 años de antigüedad), tienen una objetividad equiparable a la de las matemáticas. Determinadas propuestas puramente filosóficas, incluso en ámbitos tan poco objetivos en apariencia como la metafísica, pueden ser comparables en solidez y repercusión social a la física newtoniana. Enseñar a un alumno lo que dice Kant en la Crítica de la razón pura sobre la existencia de Dios no es simplemente darle una postura más, es enseñarle cómo se soluciona el problema de la existencia de Dios (hablar de Dios desde el punto de vista del conocimiento es, sin más, un sinsentido). Mostrar cómo pensó Kant en relación a este problema es poner en claro cómo hay que pensar en relación a este problema, igual que explicar el heliocentrismo es enseñar cómo ha de pensarse el sistema solar si se quiere pensar bien, porque es enseñar la verdad.

Digámoslo alto y claro: si algo hemos de ser capaces de tolerar es, antes que nada, la verdad. Pero, ¿qué es la verdad?, se preguntará quien lea estas líneas. Cada cual cree estar en posesión de la verdad en aquello que piensa. ¿No llevará la creencia en la existencia de una verdad al dogmatismo de quien tenga el poder de imponerla? Si alguien se ha preguntado así, hace bien. Pero, al contrario de lo que pretende buena parte de la posmodernidad y los acólitos de la oleada new-age que se extiende últimamente, la verdad científica, la verdad filosófica es precisamente el remedio contra toda posibilidad de dogmatismo. En primer lugar, porque la defensa que se hace desde la posición científica de la verdad exige demostración, con lo cual, que se haga claro que una determinada teoría se impone, casi, por sí misma, por criterios racionales objetivos. Claro que este primer paso, aisladamente, puede ser fácilmente soslayable (basta con construir un razonamiento coherente y evitar señalar sus problemas o hacer visibles críticas o propuestas alternativas). Sin embargo, al mismo tiempo hay que unir un segundo elemento fundamental: la actitud crítica (característica fundamental de la ciencia según Popper), que consiste en asumir que toda propuesta explicativa sea considerada siempre como provisional, como una conjetura, la mejor que se tenga. Esto implica la necesidad de buscar siempre las ideas mejor probadas y razonadas y, consecuentemente, la renuncia a las propias ideas si apareciera otra epistemológicamente superior. Es decir, implica reconocer que el propio ego (el que alguien crea algo, el que alguien quiera algo) queda excluido del proceso de valoración de una idea. Volviendo a nuestro contexto concreto, significa que usted, padre, usted, madre, son irrelevantes en la determinación de la validez de las teorías que sus hijos aprenden.

Para aclarar un poco más esta última idea, seamos todavía más precisos y lapidarios: en la enseñanza secundaria, cada profesor es un especialista de la materia que imparte. Quizás cualquiera pueda discutirle su atinencia a la ley, sus métodos de enseñanza, pero discutir aspectos teóricos de la materia que imparte requiere del dominio de ciertos conocimientos sobre la misma. Eso, o poca vergüenza. Padres y madres han de asimilar, antes de dirigirse a un profesional de la enseñanza secundaria, que se está dirigiendo, como inexperto, a un experto, y no como mandatario a un subordinado. Claro que, como funcionario público, ese experto tiene la obligación de trabajar al servicio de los ciudadanos. Pero, como experto teórico, su obligación es hacer valer los conocimientos derivados de los descubrimientos y el trabajo científico, incluso si ha de hacerse contra las creencias de los ciudadanos, sean cuales sean las creencias de uno y de otro, como el ingeniero tendrá que aplicar las leyes físicas pertinentes a la hora de construir un puente, así crea en su fuero interno vivir en un mundo virtual, y así como el médico tendrá que recomendar a sus pacientes no fumar, así ande convencido en su corazón de que nunca ha existido ni existe tal cosa como los pulmones.    

CONCLUSIÓN

A modo de compendio final: la tolerancia es un concepto de naturaleza socio-política que no tiene pertinencia en el ámbito epistemológico (en el ámbito del conocimiento). Si queremos que nuestros estudiantes aprendan, tenemos que asumir que existen ideas correctas y otras que no lo son, que tenemos criterios para diferenciar unas de otras y que esos criterios son (y han de ser) objetivos y, además, que pueden chocar contra las creencias de cualquier ciudadano. Por tanto, el servicio que el sistema educativo debe prestar a la ciudadanía se encuentra con una disyuntiva cuya resolución, en algunos casos, se plantea inevitablemente como una elección excluyente: o se esfuerza por enseñar la verdad, o se asegura de contentar el ideario de todo ciudadano. En estas líneas la apuesta es clara y rotunda: la democracia permite a cada cual seguir pensando como considere en sus adentros y hasta expresarlo y, por tanto, la diversidad y la tolerancia están aseguradas, pero solo un sistema educativo comprometido con la verdad (y, por tanto, dígase de paso, libre de exigencias mercantilistas) asegura hoy día la pervivencia del conocimiento verdadero. Así pues, en lo epistemológico, no hay duda posible: el compromiso de la escuela ha de ser con la verdad, pese a quien pese.

PEQUEÑO EPÍLOGO

Me surge una duda en relación a la historia concreta con que dábamos comienzo a este texto. “Tengo miedo de que adoctrinen a mi hija”, decía la señora. ¿No tendría miedo de que la desadoctrinen? Si alguna virtud podemos presuponer a los centros educativos públicos es, precisamente, carecer de una línea ideológica: en un mismo centro habrá profesores y profesoras creyentes, descreídos, progresistas, conservadores y hasta machistas. ¿A qué ese miedo, entonces? ¿Y si fuera el miedo a dejar a su hija ante el poder de las demostraciones y la argumentación? Entonces, si ese fuera el caso, bien pudiera ser el centro público la puerta por la que la niña escapara al miedo de su madre a que aprendiera a pensar. En ese caso, bendito el disgusto que le di. 

Juan José Gómez Falcón

[i] Quizás alguien se sorprenda al ver este nombre. Ciertamente, la asignatura Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos de 3º de ESO desapareció en casi toda España. El PP consideró que era una asignatura ideológicamente parcial y la sustituyó por Valores éticos. Los programas son muy similares y el espíritu que pretende guiar la práctica docente en ambas también. En Andalucía, no obstante, se decidió mantener “Ciudadanía” como obligatoria junto con Valores éticos. Desde luego, no hay criterio pedagógico que permita explicar esta decisión que obliga a los alumnos a hacer dos veces a la semana la misma asignatura con nombres diferentes y a los profesores a inventar formas de no repetirse teniendo como referente un programa casi idéntico. La única forma de entenderla apunta a factores de otra índole: el PP suprimió la asignatura porque era una creación del PSOE; el gobierno de Andalucía se negó a suprimirla por esa misma razón. ¿Motivos políticos? Siempre que aceptemos llamar política a esta suerte de pelea caprina, este choque de cráneos vacíos que nada, absolutamente nada, tiene que ver con la polis y que habría ruborizado hasta el asco a los vecinos de Pericles.    

[ii] Utilizo el palabro “personeidad” para evitar la confusión con todas las connotaciones caracteriológicas que lleva consigo el término personalidad.


[iii] Ilustremos esto con tres ejemplos. Opinión: la tortilla de patata está mejor con cebolla. Creencia: sé que puede sonar raro, pero estoy seguro de que mi perro me entiende cuando le hablo. No tengo la más mínima duda. Conocimiento: el agua hierve a 100 grados centrígrados. Puedo demostrártelo cuando quieras.