miércoles, 13 de septiembre de 2017

FECHAS FATÍDICAS




Anteayer finalizó una jornada más de tensión entre distintos sectores de la sociedad española. Se celebraba el 11 de septiembre, la Diada. El día transcurrió entre las acostumbradas invectivas de ambos bandos a las que estamos acostumbrados desde hace años. Al otro lado de océano, el huracán Irma devastaba el mar Caribe. Los medios de comunicación silenciaron, en cambio, otras efemérides que tan solo unos años antes parecían imprescindibles: los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001 o el ya olvidado asalto al Palacio de la Moneda de Santiago de Chile en 1973 y la consecuente muerte del presidente electo Salvador Allende.
El tiempo cíclico de la sociedad rural donde las celebraciones se repetían anualmente con un marcado carácter ritual a dejado de tener importancia en nuestra sociedad y ha dado paso al éxtasis hipermoderno de la novedad constante.
A pesar de todo, la luctuosa superstición de las fechas se ha conservado y se decanta en precipitados de signos casi cabalísticos. 11M y 11S son dos de los más utilizados. El pasado mes de agosto fue pródigo en el nacimiento de estas fechas fatídicas. Un jueves a mediados de mes, una furgoneta desbocada atravesó las Ramblas de Barcelona dejando el pavimento sembrado de cadáveres. Era el 17-8-17, un número simétrico y extraño sobre el que nadie reparó pero que servirá de reclamo publicitario en posteriores homenajes. Al día siguiente se cumplía inexorable el aniversario de un crimen sin resolver. 18 del 8 hacía 81 años Federico García Lorca era asesinado sin que su cadáver haya todavía aparecido.
Nueve días antes, la escalada de tensión entre Estados Unidos y Corea del Norte alcanzaba una nueva cota de excitación y locura. Donald Trump anunciaba (ver declaraciones) al país asiático que de seguir con sus amenazas "Se encontrarán con una furia y un fuego jamás visto en este mundo" era la respuesta a las pruebas balísticas del régimen de Pyongyang, vistas como una clara invitación a la guerra nuclear. Nadie vio o nadie quiso ver esta vez la evidente broma macabra que escondían las palabras de Trump: fueron pronunciadas 72 años después del lanzamiento de la bomba de Nagasaki, el 9 de agosto de 1945. Nadie reparó en la referencia oculta de Trump, por muy clara que fuera, al vincular palabras tan gruesas con un ataque nuclear provocado en su día contra Japón, otro país asiático.
Dicen que el olvido es largo, pero en este caso el de los medios de masas es además culpable, porque mostrar la irresponsabilidad de palabras tan graves precisamente en un día de luto mundial como el 9 de agosto nos hubiera hecho reflexionar sobre la ligereza con que los países se enzarzan en conflictos irreversibles.
El 9 de agosto se hubiera perdido como una fecha más en la constante sucesión de años si no fuera porque el 16 de julio de 1945 llegó a su culminación el Proyecto Manhattan con el Experimento Trinity. Ese día de verano en el paraje de la Jornada del Muerto, en Alamogordo (Nuevo Méjico) se hizo explosionar una bomba de plutonio idéntica a Fat Man -la que semanas después caería sobre la populosa ciudad de Nagasaki-. Ese 16 de julio se marca como fecha de inicio de la era nuclear, de la muerte de cientos de miles de personas, de las centrales de fusión, de la carrera de armamento de la guerra fría, , de las catástrofes de Chernóbil y Fukushima, de la amenaza, en fin, de la destrucción completa del planeta.
Mientras los militares aplaudían el éxito de una prueba sobre la que se mostraron escépticos desde el principio -pues creían que nada pasaría tras activar la bomba- los científicos guardaban silencio o lloraban. El eminente físico Kenneth Bainbridge exclamó que "ahora todos somos unos hijos de puta". Robert Hoppenheimer recordó una frase de los Vedas: "Me he convertido en muerte, soy el destructor de mundos". La mayoría guardó un silencio absoluto durante un mes. Lo peor es saber lo que los científicos barajaban como desenlace del experimento antes de que se produjera. Entre los pronósticos estaban la destrucción de una amplia parte de Estados Unidos a la desaparición de la vida en el planeta. Y sin embargo siguieron. Los efectos reales fueron: un hongo nuclear de 12 metros de altura, un cráter de 3 metros de profundidad y 330 metros de diámetro, una onda de choque que se sintió a 160 kilómetros de distancia, la fusión total del suelo de la arena -cuyo fruto, la trinitita, se vende hoy en subastas- y la inauguración de una era en la que todavía nos hallamos sumergidos, a la que pertenecen procesos como actual la escalada de tensión entre Washington y Pyongyang. De hecho, la última explosión nuclear conocida fue la supuesta detonación subterránea de una bomba H en Corea del Norte, ver enlace.
Nadie memoriza el 16 de julio de 1945 en los colegios, nadie ha pensado nunca en recuperar la memoria de lo que pasó ese día, cuando los hombres se creyeron dioses pero se convirtieron en demonios. Tras cientos de filmes sobre la Segunda Guerra Mundial, el experimento no ha merecido nunca una obra de ficción que lo acerque al gran público, salvo una excepción. Dentro de la tercera temporada de la serie de culto Twin Peaks, recientemente finalizada, el cineasta David Lynch dedicó el capítulo 8, que ya forma parte de la historia de la televisión, a la explosión del Experimento Trinity y a sus consecuencias. La serie escenifica la modificación del tejido de la realidad tras la detonación hasta desencadenar el mal absoluto y la llegada de siniestros personajes como Bob y los vagabundos negros. Este nuevo tejido de la realidad parece estar fabricado con garmombozia, una pasta de maiz, dolor y sufrimiento inventada por Lynch y Max Frost en una película anterior. El famoso episodio 8 describe con lentitud inexorable la expansión del hongo atómico y se sumerge en las profundidades de un caos que llega a resultar tan bello como las imágenes precursoras de Stanley Kubrik en 2001 Una odisea del Espacio y Terrence Malick en El árbol de la vida. Si estas obras significaban un canto a la vida, la evolución y la renovación, una utopía optimista, la propuesta de Lynch es una distopía absolutamente negativa y desesperanzada al ritmo del subyugante Treno a las víctimas de Hiroshima, de Penderecky. Lo que más inquieta esque el origen de esta recreación distópica está estrictamente sacado de nuestra propia realidad. ¿En qué nos hemos convertido?

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