sábado, 11 de febrero de 2017

MANIPULACIÓN MEDIÁTICA Y ENERGÍA NUCLEAR



Estamos acostumbrados a escuchar el término manipulación de la realidad asociado a los media, es un lugar común que de vez en cuando se regurgita sin plantear nunca en la opinión pública en qué términos reales se presenta. No vamos a estudiar aquí un fenómeno que ha llenado tesis enteras en el ámbito académico, pero sí al menos recordaremos tres estrategias básicas de destrucción y deformación de las noticias que generan las agencias o los reporteros. La primera es la más simple: la omisión de la noticia de determinado acontecimiento, o en todo caso su ocultamiento de las portadas de prensa o de los horarios de máxima audiencia. La segunda, más sutil, consiste en generar una noticia pantalla que logre modificar o desactivar el efecto de las noticias indeseadas que hayan podido filtrarse. La tercera trata de sacar ventaja de la desinformación de la audiencia, introduciendo conceptos ambiguos o directamente distorsionados y erróneos sin que nadie lo perciba. La mayoría de los medios de comunicación  tiene unas líneas rojas perfectamente claras que no se han de cruzar, unos temas tabú que no deben ser tratados, y los métodos descritos son sólo parte de los medios utilizados a modo de guadaña para no cruzar los límites impuestos.

               Todos conocemos algunas de esas líneas rojas, que son muchas, pero pocas veces se nos brindan ejemplos claros del uso de estos férreos cortafuegos. Vamos a exponer un caso muy claro que ha llenado los foros de opinión durante la semana pasada.

               El pasado 3 de febrero se filtraba en las redes sociales un grave acontecimiento en la central nuclear de Fukushima. En realidad no se trataba de un nuevo accidente, sino de la consecuencia extrema del producido el 11 de marzo de 2011 cuya noticia recorrió el globo. En esta nueva vuelta de tuerca, los gestores de la central japonesa reconocían que había un agujero de uno o dos metros (según las fuentes) de diámetro en la cubierta metálica bajo el recipiente del reactor nº 2 y que "no sabían" donde estaba el combustible (ver enlace). La radiación alcanzó en la zona de protección la cifra de 530 sieverts por hora, muy superior al máximo pico de 73 sieverts por hora,  posterior al accidente de 2011. la cifra es desorbitante, porque los grados de daño biológico en humanos se miden en microsieverts, con lo que más de 10 sieverts es la muerte segura.

               La noticia, de la máxima gravedad y trascendencia no alcanzó a ningún medio de comunicación generalista de occidente, circunscribiéndose a las redes sociales y a medios alternativos, por los que se extendió como un mal sueño (ver enlace). Según los informes filtrados, el combustible radiactivo podría haber alcanzado el mar. Si el colapso se confirmaba y la gravedad del mismo aumentaba, nos encontraríamos ante el mayor accidente nuclear de la historia, muy por encima de Chernobil. Entre los comentarios de los aficionados al seguimiento de los niveles radioactivos de Fukushima se ha empezado a filtrar la idea de que Tepco, la empresa que gestiona Fukushima, podría haber tirado la toalla y plantearse el extremo de dejar que el combustible acabe llegando al mar con la esperanza (fúnebre idea en este contexto) de que el agua del océano la diluya. Si esto se llegara a producirse, o si se está produciendo ya, significaría la destrucción del hábitat de grandes zonas del Pacífico y las consecuencias serían sufridas por toda la humanidad.
Lo inaudito, lo increíble, es que nadie en televisión -el medio más efectivo hoy en día- dijo una sola palabra sobre el acontecimiento. La autocensura fue absoluta. Estamos ante la estrategia del ocultamiento.

               Entretanto, en España, las declaraciones del ministro de energía Álvaro Nadal (ver enlace),  advirtiendo a los ciudadanos de que tendrían que acostumbrarse a que el precio de la energía eléctrica tuviera picos de subida, preparaban una nueva noticia que, esta vez sí, sería propagada por las televisiones generalistas a diestro y siniestro: la reapertura de la central de Garoña (ver enlace) El Consejo Nacional de la Energía Nuclear, habitado por burócratas que no son expertos en la materia, dio el visto bueno el 9 de febrero a reabrir la central nuclear más vieja de España, obviando los numerosos informes en contra y dejando en manos del gobierno una decisión que afecta de manera capital a la seguridad de todos los españoles. En este caso, la noticia pantalla fue la declaración del ministro de energía apenas un tres días antes, que modificaba el sentido de la reapertura de Garoña, haciéndola parecer una medida que podría abaratar el precio de la electricidad.

               El toque final, tan sólo un día después, se produjo a raíz del accidente en la central nuclear de Flammaville, en Francia, de la que en parte nos alimentamos los españoles. La noticia (ver enlace) fue venteada con alegría con bastantes medios. La razón radica en que en esta ocasión se trataba de un accidente benigno, lejos del reactor y sin riesgo de fuga radiactiva. La noticia quería contraprogramar los rumores filtrados sobre Fukushima al tiempo que convencer de que este tipo de accidentes son los comunes en la energía nuclear y que el reactor siempre se encuentra fuera de peligro, con lo que no existe el riesgo radiactivo. Estamos ante la principal forma de manipulación pura en los medios: aprovechar la ignorancia colectiva sobre el tema y dar un versión distorsionada.


               La triste verdad es que un solo accidente nuclear con fuga radiactiva ya es demasiado. En las centrales nucleares del mundo se producen cientos de accidentes menores a lo largo del año, pero bastaría uno solo en el que la fuga radiactiva no pudiera ser controlada como para golpear gravemente a todo el planeta. Por eso es tan importante dar a conocer la amenaza de colapso en Fukushima de la que nadie parece haberse enterado.