martes, 12 de enero de 2016

BELENES TRISTES


Acaban las fiestas navideñas y muchas familias, empresas o centros educativos se disponen a guardar de nuevo las figuras y pequeñas maquetas del belén. Es un acto no exento de cierto aire elegíaco, una especie de condena al inframundo para estos paisajes idílicos rurales que han poblado la imaginación de los niños en las hipertrofiadas fechas del cambio de año.
    Deslizar la vista por las imitaciones de prados verdes, de riachuelos cantarines, de cumbres nevadas, de oficios perdidos desde hace décadas, ahora en jovial marcha por unos días, gracias a la magia de pequeños motores, es una fuente de minúsculos placeres para todo aquel que ha visto bosques en el hueco de una teja o selvas en el musgo de una losa. Para miles de niños exclusivamente urbanos, un Belén es también un viaje a la mítica Arcadia.
    El fraile italiano Giovanni di Pietro Bernardone, conocido como San francisco de Asís, tuvo la idea de montar el pesebre, una recreación del medio rural de la Palestina de Jesucristo adaptada a los usos y costumbres de Europa en el siglo XII, de manera que el mensaje bíblico fuera más directo; desde entonces, la forma de vida del mundo medieval, que en las zonas rurales evolucionó poco hasta finales del siglo XIX, ha popularizado el belén en el entorno cultural católico. Y lo llamamos Belén, así, como la aldea, igual que podríamos llamarlo Trujillo, o Albarracín.
    Durante el siglo XX, una pátina de nostalgia ha cubierto estas amables recreaciones a medida que los usos y costumbres de épocas pasadas se iban convirtiendo en motivo de estudio de la etnografía y el folklore más que de la cotidianeidad. Los belenes han tenido la notable ventaja de no caer en la melosidad del costumbrismo al encarnar esa identificación entre sociedad agrícola y existencia ideal que tanto ha alimentado los sueños de la burguesía urbana.
    Pero este año, en los inicios del siglo XXI, esa relación amable entre la realidad de nuestro entorno y el espejo de un mundo antiguo e imaginario parece haberse quebrado, haber adoptado un aire funesto y desesperado.
    Cuando observo los ríos de estos belenes, perfectamente canalizados sobre cauces pintados de verde turquesa, acompañando el rumor de sus aguas al peculiar arrullo del motor del molino de vela o al sutil martilleo del minúsculo herrero, pienso en los ríos reales que pretenden emular; ríos como el Cuervo, de la Serranía de Cuenca, que han sido fotografiados en tantas postales y excursiones familiares, y totalmente seco desde septiembre de 2015. Pienso en muchos ríos humildes, pequeños oasis en las planicies mesetarias españolas, desaparecidos por la sobreexplotación de los acuíferos para indiscriminados riegos a manta. Pienso, cuando veo los pequeños charquitos rodeados de lentejas germinadas -que en el belén simulan apacibles estanques- en tantas lagunas naturales, Arcadia de las aves acuáticas, que se tragó el desarrollismo desordenado, desde Gallocanta a La Janda, o las mismas Tablas de Daimiel, o en la costa, la agonizante Albufera.

    Cuando veo los refinados ingenios de un Belén de convento, que simulan tormentas y nieves en las cumbres de cartón-piedra, pienso en la anómala sequía del otoño de 2015, o en las temperaturas de este invierno de 2016, que dan lugar, en pleno enero, a valores casi tropicales en el sur de España, y no tan al sur, provocadas, ya es un hecho, por un fenómeno del Niño (qué analogía perversa) desproporcionado por el cambio climático antrópico que sufrimos.
    Cuando contemplo en el Belén del colegio los huertos cercados con hortalizas de plastilina, de papel de seda, de goma eva o los prados simulados con musgo depredado y trasplantado, condenado a morir en la ignorancia de un trastero (bárbara costumbre que se resiste a desaparecer), recuerdo las terrenos moribundos que deja la práctica del Fraking en el mundo agrícola de EE.UU, forma de minería salvaje que nuestro gobierno pretende imponer en España a toda costa, no sólo con informes medioambientales de todo tipo en contra, sino incluso con la seguridad de que ni siquiera es ya rentable, en una especie de empecinamiento suicida.
    Cuando me asomo a las dulces casitas encaladas del Belén del abuelo, con sus hornos artesanos adosados al muro, con los carpinteros, zapateros o alfareros trabajando en sus obradores de miniatura, con las bandadas de pollos de barro correteando junto a la fachada, las piaras de cerdos de plástico rosa, las ocas blancas y los inefables pastores, recuerdo tantas viejas construcciones completamente arruinadas que he visitado en mis paseos por los campos desiertos del éxodo rural; antiguas explotaciones ganaderas con decenas de empleados hoy convertidas en montones de escombro, casas de labor y pequeñas cabañas para refugio de pastores con los tejados vencidos por la vejez. Retazos de un mundo rural que se muere sin ayudas, sin planes de reestructuración del medio, o de conversión, como en Francia, del pequeño agricultor en guardián del paisaje, y deja atrás una tierra devastada, yerma, agotada por el abuso de los abonos, como una anciana harta de parir.
    Contemplo las caras ilusionadas, hipnotizadas por los artificios y los ingenios del belén, por sus promesas anacrónicas, y pienso en lo egoístas, engreídos e inconscientes que somos, en todo lo que dejaremos perder por nuestra codicia y nuestra cerrazón. Es un sentimiento anómalo frente a un decorado que pretende ser tan amable, pero así de anómalo es nuestro presente, y en cambio lo aceptamos con indolencia y hasta con agrado.

    Pienso que ahora que como expiación por tanta estupidez nos toca a todos encarnar una sola figura del belén: la siempre bizarra, mísera y aburrida del caganer. A la postre, es la que los niños, que saben mucho, buscan antes que todas las demás.