domingo, 18 de septiembre de 2016

ADIOS A LAS BARRICADAS




  Este verano han proliferado de manera especial las barricadas. Ya sea por el calor excesivo, que hace salir a las gentes de sus casas, como caracoles sedientos, ya sea por la carestía económica, que tiende a vaciar los restaurantes y los bares, lo cierto es que las aceras se han llenado de astrosas sillas de comedor, viejas mecedoras de rafia y mesas plegables de plástico blanco.
El vagabundo deambula por las calles de los barrios y ve como a la caída de la tarde, las barricadas se extienden, a ratos inertes, como lentas manchas de aceite. En una esquina, han invadido casi por completo la calzada, un coche intenta girar, pero la barricada es más fuerte y hace que retroceda. En medio del tramo de otra calle los vecinos han ocupado la cochera adyacente sin vado, lo que impide a los automovilistas aparcar, todo por dejar abierta de par en par la propia con objeto de servir bebidas y viandas a la familia. En ocasiones, cuando la acera lo permite, las hamacas se extienden por completo dejando al humano ocupante exánime como pescado ahumado. La charla animada va derivando paulatinamente en un murmullo moribundo, una queja sinuosa o un suspiro resignado, es ese momento clave en el que la barricada se hace impenetrable y recuerda más que nunca a aquella de Sant Pau Centdeu que glosara la conocida canción de Albert Pla. "No passa res, descansem / son jovent pero estem vells", ronroneaba el cantautor con su peculiar estilo criticando la inercia cómoda e irresponsable del catalán y del español, que al mal tiempo , a la crisis, al paro, responde con la inactividad y la pereza.

El vagabundo sigue su camino mientras tararea el viejo tema, "...no votem ni resem / no estudiem ni traballen...", dobla la esquina y observa la clásica distribución, los de la acera mirando a la calzada, los de la calzada a la acera, en perfecta simetría; avanza un poco más y pasa por varias puertas con persiana de varilla de madera, tras una de ellas cree escuchar algo y presta atención:  del interior se escapa un callado llanto de mujer, casi avergonzado, con esa cadencia de radio de galena, de canción cansada, de siesta pesada en una tarde sofocante, un poco como el gesto estreñido de Albert Pla. El vagabundo se sorprende y mira a sus espaldas, donde las matronas prosiguen sus charla de barrio, y el vagabundo piensa, porque no es roñoso en inteligencia, que en esta calle está representada una versión de las Dos Españas de Machado, una que llora y otra que bosteza, y que el bostezo no es de hambre, sino de aburrimiento e incuria; una España que oculta sus miserias y sufre en la oscuridad y otra que presenta un cínico simulacro, como si todos dieran por sentado que estar tirado en una silla de tijera al dudoso fresco de la tarde (como mojamas al viento frio y seco de la meseta, que dijera Martín Santos), fuera el grado sumo de la felicidad.

Pero llega septiembre, y los últimos chubascos del verano, disfrazados de otoño, borran de un escobazo todas las barricadas. Lo que no han podido hacer los automóviles, los vecinos malhumorados o los consejos médicos para llevar una vida saludable lo consiguen cuatro gotas en un día y un poquito más de fresco en el rostro al anochecer.

Cobijadas al calor del televisor, las barricadas invernarán una vez más, cada cual irá a lo suyo, la crisis seguirá avanzando pero nos parecerá menos crisis -ya se sabe, la mancha de aceite-, los ciudadanos seguirán dejando de votar, o votando a lo que toca, la corrupción y el éxodo de los jóvenes seguirán siendo culpa de algún vecino que caía mal, las fiestas patronales se convertirán en el gran tema de conversación, tanto si se gasta demasiado como si se gasta muy poco. Siempre que se tenga a mano una mecedora y un poco de fresco en el rostro volverá la barricada, esa que protegerá de cualquier cambio o movimiento al sufrido pueblo español, ejemplo mundial del sentimiento reaccionario.