sábado, 4 de octubre de 2014

URNAS FÚNEBRES


Siempre he pensado que la paradoja es la figura más apropiada para definir nuestro siglo. Gilles Lipovetsky abunda, no sin desenfado, en esta idea en su ensayo La felicidad paradójica, donde se pone en tela de juicio esa necesidad imperiosa del hombre hiper-moderno de ser mejor y más feliz cayendo, sin esperarlo, en la depresión más profunda. Los regímenes políticos occidentales de fines del siglo XX y principios del XXI, es decir, las democracias liberales, son esencialmente paradójicos, como bien supo leer Eric Hobsbawm, puesto que están basados en términos contradictorios e irreconciliables.
                La condición paradójica de nuestras democracias es, en todo caso, poliédrica. ¿Cómo explicar sino la profunda aversión de los representantes políticos a las consultas directas, plebiscitos e incluso encuestas que pueden acercar pueblo y poder? ¿Cómo explicar el desamparo en el que se encuentra, en nuestra sociedad, el sano ejercicio del voto? No olvidemos que la democracia solamente es representacional porque el número de ciudadanos es muy elevado, en cualquier otra circunstancia, la opción lógica es el sistema asambleario. El voto no es otra cosa que un contrato en blanco, sin firma, un acto de confianza ciega en alguien a quien uno no conoce. Es cierto, como dijo José Saramago en su obra Ensayo sobre la lucidez, que el único acto libre del votante, el hecho de introducir la papeleta en la urna, es rápidamente amortizado por el sistema, deglutido y expulsado, como un residuo, por las urnas, a modo de fagocito. Saramago planteaba en su ensayo, publicado hace ahora diez años, otra sugestiva paradoja; la que se produciría si en unas elecciones el 83% del electorado votara en blanco. ¿El sistema se caería, a pesar de que la mayoría de los ciudadanos habrían ejercido su derecho con diligencia?
Las paradojas no acaban aquí. Si nos centramos más concretamente en la relación de los media en esta sociedad del espectáculo en la que vivimos, nos encontramos con tremendos desajustes. Por un lado, los políticos que quieren, como es el caso de Pablo Iglesias, iniciar su carrera optan por los contratos en cadenas televisivas, mientras que los partidos que ven mermado su saldo en votos buscan las franjas de audiencia más ventajosas, como las pintorescas intervenciones de un recién nacido Pedro Sánchez en El Hormiguero, de Antena 3; por otro lado, los colegios electorales, con sus urnas pasadas de moda, ofrecen una imagen de dejadez, de abandono y ostracismo lamentable que contrasta vivamente con los iridiscentes platós de televisión donde los candidatos exhiben sus galas imitando al pavo real.


He sido, por propia voluntad, componente de mesas electorales en numerosas convocatorias, circunstancia que me ha permitido observar con calma y reflexionar –en las numerosas horas muertas que nos ofrece la elevada abstención- sobre la estructura creada alrededor del hecho mismo del voto. Para empezar, como ya he insinuado, el espectáculo que el ciudadano encuentra a la entrada del aula reformada, es desolador: un conjunto de viejos pupitres arrumbados en una esquina y cuatro o cinco ciudadanos elevados a notarios del voto que no disimulan su desagrado al sufrir semejante condena en lugar de disfrutar de un día de campo o de una buena siesta. Nadie disimula, el hastío y las ganas de salir corriendo suelen ser generalizados dentro de este precario cuerpo notarial; en cuanto a los que consideran una labor honrosa o al menos un deber no eludible su presencia en la mesa electoral, pronto callan, a riesgo de ser considerados unos ingenuos, o peor, unos aguafiestas. Sobre los votantes, cualquiera que haya presidido una mesa electoral sabe del extraño automatismo que acompaña a los que se acercan a la mesa, a veces en sentido literal: he visto inválidos inconscientes entrar en camilla con un carnet y un sobre en la punta de unos dedos agarrotados, todo un símbolo de la esclerosis irremediable del sistema.
El recuento de votos es un ejercicio digno de un sainete. Los interventores de los grandes partidos se acercan ávidos hasta la urna y demuestran su experiencia ante los jóvenes e inexpertos representantes de los partidos nuevos o minoritarios, aquellos que son flor de un día o están condenados, gracias a las mieles de la draconiana Ley D´Hondt, eficaz elemento de distorsión democrática, al rincón más apartado de los hemiciclos. Hay prepotencia de unos, timidez, resignación y rabia de los otros; solamente he visto el miedo y el desconcierto en las últimas elecciones europeas. Los votos, las famosas papeletas, ya exangües, ya perimidos, se tienden sobre la mesa, delante de la urna, como cadáveres. Conforme se ordenan y los montones aumentan se produce una extraña metamorfosis: las papeletas aparecen exactamente como fajos de billetes, billetes de banco, contratos sin valor intrínseco, representaciones diferidas. Los votos ya no representan a personas, son simples números, masas de poder perfectamente calculables. Los interventores vigilan celosamente cualquier movimiento, cualquier posible trasvase. Inapreciablemente, la noche ha caído, lo que da al aula destartalada un aspecto lóbrego, inquietante; los presentes tienen ganas de irse, se aceleran, se equivocan, otra vez a empezar, caen los primeros datos de escrutinio. Todo el proceso destila una esclerosis, una modorra, un agarrotamiento, que sólo son despertados cuando se canta un voto en blanco. Entonces sí, entonces el rostro de los interventores de los grandes partidos se demuda en una mueca de desprecio imposible de ocultar. Los representantes de los partidos pequeños sólo esperan escapar a la humillación de que en la suma aparezcan más votos en blanco que propios.
Nadie quiere votos en blanco, de hecho, se intentan escatimar considerándolos como nulos, hasta que un presidente avieso o un interventor honesto los devuelve a su lugar. La reacción no es de extrañar; el voto en blanco representa la encarnación en números de lo que, de forma sutil, se masca en la atmósfera del aula: el fracaso del sistema, el ostracismo irremediable de esta democracia paradójica, que necesita el voto como un alimento de legitimidad al tiempo que lo teme y lo rechaza, bulimia de votos a la vez que anorexia electoral, por la abstención, sí, pero sobre todo por el desprecio que los poderosos sienten por el ejercicio democrático.


Sirva como ilustración de este cruce entre un sistema electoral ya muerto y la falta de libertad que supone, paradoja insalvable, la fotografía de cabecera, realizada por mis alumnos Juan Antonio Hernández y Juan Manuel Vargas, que como jóvenes nacidos en la era digital detectan en su obra la incoherencia del sistema.

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