miércoles, 10 de septiembre de 2014

UN CURA EN ATIENZA


Avanza septiembre y Atienza se sumerge de nuevo en su realidad, un pequeño pueblo serrano del norte de Guadalajara, agreste y remoto, tocado por la belleza de lo inalcanzable. Apenas durante un par de meses, los propios del estío, Atienza ha sido un pueblo jovial y luminoso, con restaurantes llenos de viejos conocidos que han venido de la capital o de turistas ansiosos de paz y paisajes serranos. Atienza, en verano, es el pueblo de los museos; cobija hasta cinco entre sus recias casonas de sillar. Los museos atraen a otro tipo de viajeros, los amantes del arte antiguo y de historias medievales; de los fósiles raros o de las costumbres ancestrales. Pero no siempre fue así. Hasta bien entrados los setenta, Atienza fue, como tantos, un pueblo sometido al pillaje y al olvido de gobernantes civiles y religiosos.
    Hasta que cayó por allí, D. Agustín González, que tras terminar la carrera de medicina se había iniciado en el sacerdocio.
    Cuentan los vecinos que antes que este D. Agustín hubo otro párroco, que era de Imón, y que obedecía a ciegas los mandatos del Obispo de Sigüenza: vendió una iglesia y dejó que el retablo se lo llevara otro pueblo, convirtió en dinero para el obispo una custodia y otras joyas. Cuando hace treinta y cinco años D. Agustín entró en San Juan Bautista, la única parroquia viva del pueblo, las cosas empezaron a cambiar. El nuevo párroco se enfrentó al obispo, se empeñó, sin ayuda de nadie, oponiendo tozudez a la estulticia, en poner en valor el patrimonio de Atienza, retechando iglesias románicas y creando en su interior tres museos en fechas sucesivas: primero San Gil, después San Bartolomé y por último la Santísima Trinidad. A las vetustas colecciones de arte religioso añadió, gracias a la generosidad de D. Rafael Criado, un médico amigo suyo aficionado a la paleontología, uno de los mejores museos de fósiles de España. Y todo sin la ayuda de nadie, ni vecinos ni gobernantes. Cuando estos museos empezaron  atraer visitantes, tan necesarios en este lugar perdido, las autoridades reaccionaron y se subieron al tren; a rebufo, la Diputación Provincial y la Junta de Comunidades crearon el Centro de Interpretación de la Cultura Tradicional y habilitaron un espacio para un nuevo Museo Etnográfico. Gracias al empeño de aquel hombre, el turismo fluye ahora en julio y agosto durante los fines de semana de gran parte del resto del año.
    Cumplidos los ochenta años, superadas cuatro operaciones de cáncer, el párroco de Atienza, jubilado, atiende diez parroquias en la zona y todavía tiene tiempo para atender eventos culturales. Un fin de semana de agosto somos testigos de hasta qué punto hoy Atienza es un lugar vivo y cosmopolita a su manera. Se había programado un concierto de órgano en San Juan Bautista;  a las teclas, la doctora en Artes Musicales Riyehee Hong, prestigiosa coreana formada en Houston. Terminado el concierto, el anciano cura aún tiene ganas de guiar en los vericuetos técnicos al asistente de la intérprete. En la Plaza del Trigo, de una belleza que supera su justa fama, D. Agustín se acerca a un anciano y lo saluda amistosamente. Resulta ser el muy veterano pintor José María Falgas, uno de los más famosos artistas vivos nacidos en Murcia. Entablamos una tan sorprendente como curiosa conversación entre murcianos y pintores. Falgas pasó aquí una temporada en su juventud, que recuerda junto a la atencina Paquita. Más tarde, arreglamos el mundo junto a Mariano, el justo, cabal y noble taxista jubilado en Leganés, que aún conserva su casa natal de Atienza.
    Septiembre avanza, los turistas se fueron, y los últimos veraneantes cierran sus casas para todo el invierno. Atienza puede tener en agosto unos cuatrocientos vecinos, el resto del año no llegan a cien. Es fácil festejar a D. Agustín en los días soleados, pero él y unos cuantos ancianos más resistirán los rigores del viento del norte en absoluta soledad, aislados como en tantos otros lugares por la incuria de un país que condenó a la desaparición a un mundo rural que no merece tal destino. La España del ladrillo, del AVE, de las vías rápidas hacia las playas, del turismo indiscriminado ha echado a perder miles de pueblos como Atienza. Una vez que los caciques levantaron el vuelo dejando tras de sí los baldíos nadie fue capaz de proponer una alternativa. Tan sólo una reducida lista de maestros de escuela, médicos, entusiastas desinteresados, curas o ingenieros agrónomos salvó del más negro destino algunos de estos lugares. Ahora que los planes Leader han continuado la labor iniciada, ya nadie recuerda a estos pequeños héroes rurales.

    Sirva pues de ejemplo este cura de Atienza, que aún atiende a sus enfermos, como persona y también como símbolo de un milagro que ningún político oportunista debería siquiera soñar con reclamar.