martes, 18 de marzo de 2014

DE CARNAVALES Y MEZQUITAS: LA FIESTA


La “pérdida de la imagen” como pérdida de sentido es un fenómeno que afecta tanto a personas como a instituciones, algunas tan antiguas como la Iglesia Católica . Tomaremos dos ejemplos; por un lado, el escándalo montado en la localidad de Jumilla en torno a un disfraz de Carnaval, por otro, las discusiones en torno a la titularidad de la Mezquita de Córdoba, para ilustrar esta pérdida de imagen dentro de la concepción cristiana del tiempo y en el espacio.
Hace tan sólo dos semanas, en plenas celebraciones del Carnaval de Jumilla, un joven de la localidad, a la sazón Concejal de Festejos por el PP, tuvo la ocurrencia de disfrazarse de Virgen María en una de sus numerosas advocaciones. El disfraz en sí, de una cuidada y esmerada confección, llevaba incorporado hasta un palio. Una puesta en escena simpática e ingenua, como corresponde a los carnavales modernos, inocuos hasta la extenuación, que fue duramente criticada el párroco de la Iglesia de El Salvador, D. Joaquín Hernández Latorre, pidiendo la dimisión del edil por injurias a la Virgen. Entonces se desató la tormenta, y los medios de cobertura nacional, canales de televisión y periódicos digitales,  rellenaron sus agotados desvanes con esta tragicomedia de barrio. Finalmente, tras peticiones
de perdón y remisas concesiones del mismo, todo quedó en nada. Nos preguntamos el porqué de estas reacciones y concluimos con un incipiente análisis social.
La religión católica, como casi todas en nuestros días, pasa por una difícil crisis provocada por la falta de consonancia entre su concepción del tiempo y el espacio y los paradigmas imperantes derivados de la era de la tecnología. Si la religión se fundamenta en un tiempo cíclico y en un espacio cercado, ambos ritualizados, el tiempo de la era tecnológica es fundamentalmente histórico, y el espacio uniforme. Solamente hablaremos hoy del tiempo en la religión católica y sus formas populares. La manifestación cíclica más conocida por la sociedad occidental cristiana es la fiesta, en tanto es un ritual popular, extendido a todas las clases sociales. La fiesta se articula en función de las estaciones del año, y hasta épocas no tan lejanas, en las labores del campo. El Cristianismo, como de todos es conocido, adaptó su calendario anual a las celebraciones de la, fertilidad, fecundidad, muerte y renovación natural de las estaciones. El nacimiento, muerte y resurrección de Cristo a través de estas estaciones es una clara muestra de dicha adaptación. Entre las fiestas tempranamente acogidas se encuentran las Saturnalia, desenfrenadas ofrendas al dios Saturno, y las Lupercalia, ligadas a rituales de fecundidad femenina y de bienvenida de la Primavera (introito, introducción a la primavera, es el antiguo nombre del Carnaval, voz italiana, de ahí el entroido gallego y el antruejo castellano). El contenido erótico o satírico estuvo presente desde siempre, y parte de él sigue escondido en celebraciones aledañas al carnaval actual, como las Fiestas de las Águedas o san Valentín, mucho más viejas de lo que solemos creer. El Cristianismo no pudo con el fuerte carácter pagano del carnaval, con lo que simplemente decidió sacralizarlo. ¿Cómo? Insertándolo en la rueda imparable de las fiestas anuales, en el ciclo, en la ritualización del tiempo, algo inherente a la propia estructura de la religión, a su modo de conocimiento, que siempre es simbólico. Por eso, el carnaval también es llamado Carnestolendas (de carnes tollendas, que se han de quitar) es decir, la víspera de la Cuaresma, que traía consigo la prohibición de comer carne. Por eso, es una de las dos fiestas importantes que no tiene fecha fija, pues depende de cuando caiga el Miércoles de Ceniza. Por eso, porque no hay Cuaresma sin Carnaval, y viceversa, (recordemos la célebre “Batalla de Don carnal y Doña Cuaresma”, del Arcipreste de Hita), porque hay una profunda imbricación entre ambas, es por lo que tenemos que admitir que el Carnaval es una fiesta sagrada dentro de la religión católica. Si alguien quiere profundizar en la cuestión, es interesante el libro de Miguel Ángel Ladero Quesada, Las fiestas en la cultura medieval,  Areté, Barcelona, 2004.
Pero hay más. Las celebraciones de Carnaval han sido tradicionalmente una especie de suspensión del tiempo normal, y en ellas, todo tipo de desenfreno y licencia estaban permitidos, incluida, y los datos son abundantes, la sátira más mordaz hacia el poder y hacia la jerarquía eclesiástica. Ladero Quesada, citando Las fiestas lúdicas, de J capel, nos aclara: “El Carnaval permitía la crítica de lo incriticable, desde la ridiculización de las formas de gobierno, de la manera de vida de la clase noble, hasta de los ritos de una religión que impone su moral y los patrones de comportamiento en otro tipo de festividades…” (Ladero Quesada, p, 44). No quiero abundar en esta cuestión, pero los ejemplos históricos de sátira a los rituales católicos en Carnaval son inabarcables. En otras ocasiones, los entremeses, fiestas bufas o alegorías teatrales se dejaban hacer en otros momentos del año, o en ocasión de efemérides importantes, en fiestas políticas o en representaciones para los reyes. Así, las famosas “masques” de Henri Purcell, como The Fairy Queen, que han llegado al repertorio musical culto. Por poner un solo ejemplo, recordemos el “Banquete del faisán” representado cerca de la Cuaresma para los Duques de Borgoña en 1454, donde, tras la aparición entre plato y plato de Hércules y Jasón, apareció un actor en el papel de una dueña dolorosa (Dame des pleurs) encarnación de la Santa Madre Iglesia (Ladero Quesada, p. 112). Estas representaciones estaban refrendadas y permitidas, como no podía ser de otra forma, por las autoridades eclesiásticas. Los únicos momentos de represión coinciden con crisis de la propia institución, cundo se siente amenazada, como en los años de la Contrarreforma Trentina de finales del siglo XVI, o cuando los brotes de integrismo como el protagonizado por el monje dominico Savonarola en la Florencia del siglo XV. Más recientemente, recordamos la inaudita prohibición del Carnaval por parte del Régimen Franquista.
¿Siguen existiendo hoy en día esas mascaradas, esas representaciones a caballo entre lo profano y lo sagrado? Julio Caro Baroja, con la nostalgia del antropólogo entregado, es contundente: El carnaval ha muerto. De hecho, hace tempo que murió, hoy (el hoy de caro Baroja, hace medio siglo) “el carnaval no puede ser más que una mezquina diversión de casino pretencioso”. Sin embargo, ni siquiera las payasadas benévolas de nuestros días, parecen estar a salvo de los dictámenes de sectores de la Iglesia Católica que simplemente se ven afectados por la “pérdida de imagen”, por una destrucción de sentido tan grande que apenas parecen ser conscientes, no solo del anacronismo de sus ideas, sino de que éstas ni siquiera están articuladas en una tradición seria dentro del Catolicismo. Estas manifestaciones residuales se ven amplificadas por unos medios de comunicación ávidos de contrastes bizarros, de polémicas morbosas.
Por otra parte, el carnaval no es hoy, en esta pasta uniforme de deseos satisfechos y desabridos, ninguna válvula de escape, erótico, burlesco o del tipo que queramos; es más bien una especie de reedición de fiestas escolares, de divertimentos de recreo, como lo son las llamadas procesiones infantiles, especie de proselitismo blando en el que alumnos de primaria sacan a la calle túnicas de cartulina y miniaturas de tronos de Semana Santa. Nos quedan, con reservas, las celebraciones de las Fallas levantinas. Éstas, posiblemente, y no otras, son las herederas de las “masques” inglesas, de los entremeses ofrecidos en banquetes de nobles para el divertimento distendido. Ya no hay pasión erótica desenfrenada, ni mucho menos sátira descarnada, porque éstas son representaciones propias de sociedades fuertemente represivas, donde en un momento determinado se ofrece una licencia al desenfreno que impida la revolución, dentro de un tiempo cíclico, estacional que ya no es el nuestro.

Y sin embargo, en los últimos dos años, hemos visto con sorpresa una especie de renacimiento del Carnaval en numerosas localidades, en participación pero también en intensidad. Esto implica, a qué dudarlo, una reacción social a un momento de represión y control como hace décadas que no se veía. Las quejas de sectores de la Iglesia Católica, las amenazas de prohibir los disfraces de fuerzas del orden público, son pruebas de la peligrosa deriva en la que entramos, que el cadáver insepulto de nuestro Carnaval, extrañamente irreductible, parece tímidamente denunciar.

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