domingo, 30 de marzo de 2014

DE CARNAVALES Y MEZQUITAS: EL CERCO


Hace meses que se ha avivado una polémica en sí misma muy vieja, que nos transporta incluso a principios del siglo XVI. Se trata del carácter equívoco de la propiedad de la Mezquita de Córdoba, Patrimonio de la Humanidad desde 1984. El caso es que el edificio, pese a su evidente carácter público, no está registrado oficialmente a nombre de nadie, ni del estado ni de la Iglesia  Católica, ni, por supuesto, de un particular. Aprovechando este limbo, el Obispado de Córdoba llevó a cabo en 2006 su inmatriculación, treta por la cual muchos edificios aparentemente propiedad de ayuntamientos y otros organismos públicos pasaron a propiedad exclusiva de la iglesia. Léase a este respecto la iniciativa del profesor cordobés Antonio Manuel.
El asunto no es baladí. En 1236, mediante el ritual de la cruz de ceniza, el Obispado hace la "toma de posesión", no como edificio, sino como espacio dedicado al culto, cambia por tanto de uso, pero no de propiedad física. A pesar de todo, en los siglos venideros, el edificio conservará su doble condición de mezquita y catedral, en parte porque cierta cultura de la concordia, que había predominado en la etapa del Califato, parecía seguir viva en la memoria de las gentes. Hasta 1523, cuando el Cabildo decidió derribar la mezquita y construir un edificio nuevo sobre la misma. El Corregidor, Luis de la Cerda, se opuso tajantemente a semejante despropósito. Por tal acto fue excomulgado y condenado a la muerte social por el Obispo, D. Alonso Manrique. El Corregidor no se rindió, aunque el Cabildo Catedralicio rebajó parcialmente su pretensión optando por el derribo parcial que hoy conocemos, y el asunto requirió finalmente la mediación del Emperador Carlos V, que falló a favor del Obispado. Años después, en una visita a la ciudad, y tras comprobar el daño causado, el Emperador se arrepintió y rectificó su juicio. Ya era tarde. J. B. Alderete apuntaría la famosa frase: habéis destruido lo que era único en el mundo, y habéis puesto en su lugar lo que se puede ver en todas partes. De no haber sido por Luis de la Cerda, excomulgado y apartado, la Mezquita de Córdoba no existiría; una calle junto al edificio recuerda su figura.
Tras siglos de calma aparente, se produce la inmatriculación, que no supone la propiedad, pero pasados diez años supone la usucapión secundum tabulas, que daría la titularidad completa al Obispado en 2016. Paradójica circunstancia, la organización que quiso derribar el edificio será pronto dueña absoluta del mismo.

Hojas de firmas se alzan a favor y en contra de que la Junta de Andalucía haga efectivo lo que de manera tácita ya parecía serlo, es decir, el carácter inequívocamente público del edifico. Esto nos lleva a unas breves reflexiones, al hilo de nuestro artículo anterior. Como siempre, una pregunta. ¿Cómo es posible que el fenómeno religioso, que nace como forma de concordia entre los hombres, se termine convirtiendo, siglo tras siglo, en una causa principal de conflicto? Hagamos un poco de etimología. Según Lactancio, contradiciendo la interpretación de Cicerón como re-legere (releer, volver a leer), el término "religión" deriva del verbo ligare, es decir, con re-ligare hablaríamos de volver a unir o juntar a los hombres junto a Dios. La idea de unir, ligar, se mantendría, de todas formas, incluso en la versión de Cicerón, puesto que legere significa también "coger", y en último término proviene del griego logos-leguein (sustantivo-verbo) El significado último de logos, antes que "razón" o "palabra", es precisamente aquello que une o junta, y según Martin Heidegger, en Logos (Heráclito, fragmento 50) lo que liga o une al hombre con la presencia de las cosas. Cuando en el Evangelio según San Juan  leemos: "Y el verbo se hizo carne...", palpita todavía esa concepción del logos, situando a Jesús como el ligamento entre Dios y los hombres. Sin embargo, parece que a lo largo de los siglos esta concepción básica de la religión se ha convertido en todo lo contrario: una forma de separar, de desunir.
Y ahora en pleno siglo XXI, nada parece haber cambiado. En referencia a la Mezquita-Catedral de Córdoba, que ese tiene que ser su nombre completo, las actuaciones han ido hacia el levantamiento de muros, se ha insistido en que no se puede acceder con vestimentas musulmanas al templo, se reitera hasta la saciedad que es un lugar exclusivo de culto católico, se ha retirado de la entrada la palabra Mezquita para todo tipo de visitantes, turistas o fieles; en este sentido, se ha modificado el cartel colocado por la UNESCO, y otros muchos detalles que no apuntamos.
Por otra parte, siguiendo a Eugenio Trías, el sentido de lo sagrado lleva implícita la idea de la protección y la separación, pero en el sentido de preservar del daño; así, ese sentido se sigue revelando en la palabra "segregado", incluso en la idea de lo secreto, asociado desde siempre a lo sagrado. Para profundizar más, se puede leer esta entrada de nuestro blog:  El valor de cambio y lo sagrado. Lo sagrado es la creación de un cerco que preserva del exterior y ritualiza el espacio, y como ya vimos de forma similar ocurre con el tiempo: es la fiesta, como tiempo acotado y cíclico, la que se erige en sagrada. Vimos de qué forma el tiempo, pero también el espacio, de nuestra actual era tecnológica, son radicalmente contrarios a la concepción que tiene de ambos la religión. Esto acelera la grave crisis de identidad en la que se encuentra la Iglesia Católica como organización religiosa.
La polémica en torno a la Mezquita-Catedral de Córdoba pone en evidencia las angustias de los gestores religiosos, encerrados ellos mismos en su propia inmovilidad. Si en tiempos pasados se permitió, en ocasiones contadas, el culto musulmán dentro del edificio, ahora la puerta se ha cerrado. El Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso del Vaticano delegó en el Obispado la decisión de permitirlo en momentos concretos. El Obispado se negó en redondo.

Convertir lo sagrado (que separa para proteger) en un mecanismo de expulsión, segregación y marginación, de amurallamiento del espacio, sólo contribuye a la desestructuración y al choque de civilizaciones que estamos viendo renacer a nuestro alrededor, con la xenofobia populista de los partidos de extrema derecha, con las crecientes restricciones en materia de emigración, con la exaltación triunfal del egoísmo puro por parte del neoliberalismo. A nuestro alrededor crecen los muros y la intolerancia, y los responsables religiosos, lejos de luchar con el logos contra esta separación entre hombres, contribuyen a extenderla incluso en los lugares que, como la Mezquita-Catedral de Córdoba, han querido ser ejemplo de fusión de culturas.

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