sábado, 1 de febrero de 2014

¿ES EL CAPITALISMO UN SUEÑO BÁRBARO? (II)


Nos preguntábamos en la entrada anterior si la verdadera Tradición europea es la que nos quieren imponer los partidos de extrema derecha con sus gestos xenófobos y su reducida y excluyente idea de Patria.
Muy al contrario, los rasgos que forjaron durante dos siglos la identidad de Europa, y por los que este continente adquirió su singularidad, son las ideas nacidas en el pensamiento de la Ilustración, de las sucesivas revoluciones burguesas y más tarde obreras, de la construcción histórica de estados de derecho, donde la separación de poderes y el Pacto Social garantizaron la creciente tendencia a la igualdad entre las clases sociales, o la asunción del llamado Estado de Bienestar, donde las sucesivas regulaciones estatales tendieran a impedir el abuso de los más fuertes sobre los débiles y el dominio de la codicia del Capital sobre el Estado Social.
Esos genotipos, y no otros, aunque desarrollados de manera desigual, son los que caracterizan la tradición de la vieja Europa. Así pues, el propio concepto de Estado garante de las libertades y de la igualdad entre ciudadanos es la verdadera tradición europea que hoy está en serio peligro, porque es precisamente esa la tradición que los partidos de derecha y de extrema derecha han decidido desmontar, mientras que los socialdemócratas miran hacia otro lado.
Llegados a este término, conviene recordar la frase de Bernard-Henri Lévy, que insinúa que las revoluciones provienen de sueños bárbaros. Esa frase, elevada a cotas demenciales, es la que está detrás de la consideración por parte de la derecha de que movimientos sociales pacíficos son ejemplos de comportamientos radicales. A estas alturas parece oportuna una reformulación de la frase, que diría algo así:
“…y si el neoliberalismo capitalista fuera, en el fondo, un sueño bárbaro…”
En efecto, todas aquellas libertades, derechos, garantías, que han permitido, aunque sólo sea de forma precaria, disfrutar al hombre común de un poco de libertad y dignidad, de igualdad entre sus semejantes, todas esas conquistas que han costado durante décadas  a tantas personas humildes sangrientos sacrificios, son precisamente las que el capitalismo financiero actual quiere descomponer. Ese edificio que, aunque precario, tanto esfuerzo costó levantar a nuestros antepasados, está siendo demolido de una forma acelerada e implacable por las élites surgidas de los círculos neo-conservadores  de los años ochenta, a los que la caída del Muro de Berlín brindó la excusa perfecta para hacerse con todas las ramas del poder. En España, el gobierno actual, amplificando las acciones de la anterior legislatura, ha adoptado de forma radical ese catecismo sostenido por la llamada Troika, que sólo busca la defensa de los escandalosos privilegios del poder financiero. El resultado, como ya ha denunciado Intermon Oxfam, nos acerca sin duda a la barbarie, porque barbarie y sinsentido es que las 20 personas más ricas del país sean poseedores de la misma riqueza que el 20 % de la población; barbarie es que la ratio de desigualdad s80/20 se sitúe en el 7’2, dos y hasta tres puntos por encima de nuestros países vecinos; esa barbarie en la que se sume un país donde la separación de poderes y el Pacto Social, prácticamente han desaparecido; barbarie, en fin, es desmontar metódica y cínicamente los servicios sociales públicos, la educación y la sanidad en trozos y dárselos como carnaza a la especulación privada.
El modelo es copiado con aplicación en todas las capas de las instituciones, incluidas las administraciones locales gobernadas por el PP, que sostienen, desoyendo todas las evidencias en contra, que los servicios externalizados son más restables o eficaces.
La paulatina erosión a la que se han sometido durante años las instituciones ha provocado su vaciamiento, su pérdida de sentido, y la consecuente sospecha por parte del ciudadano. Ante esta decadencia, el espacio es ocupado por los bárbaros, esto es, los corruptos y los especuladores, porque no olvidemos que el bárbaro no puede ocupar un lugar pleno de sentido. El bárbaro, por definición, ocupa el sitio que la decadencia institucional le ha dejado libre.
Lo más inaudito que ha acontecido a lo largo de este último año es que cuando los movimientos sociales han intentando salvar algunas de las maltratadas garantías que estas instituciones avejentadas abandonaron (derechos sociales mancillados, protección contra los abusos financieros, etc.) han sido tratados de radicales, de tendencias de extrema izquierda. En general, lo que son en realidad es conservadores: no piden nada nuevo, sólo quieren para sí las garantías que les fueron, muy a regañadientes, concedidas. Los movimientos contra los desahucios, por ejemplo, no son progresistas en realidad, y mucho menos radicales: tan sólo reivindican el derecho a la propiedad privada. Por eso no es probable que estos movimientos triunfen de forma aislada, a no ser que se articulen dentro de un lenguaje verdaderamente social, que recupere, por ejemplo, los movimientos vecinales de hace unas pocas décadas. La llamada “neo-lengua capitalista” ha hecho que confundamos movimientos meramente conservadores o simples manifestaciones de asociacionismo con progresistas de izquierdas; esto da idea de a qué grado de deterioro ha conducido a nuestra frágil democracia liberal  la barbarie financiera capitalista.

Ante este estado de cosas, hoy que avanzamos ya vacilantes en el 2014, no queda más que acudir a discursos estructurados, programas racionales dentro de verdaderas corrientes humanistas de izquierda -en la línea de formaciones como IU- articuladas con los distintos  movimientos sociales, propuestas donde no nos quedemos tan sólo en intentar recuperar el frágil andamiaje de una democracia vacilante, sino que apostemos de forma clara por la renovación completa de las instituciones, por una regeneración seria y profunda del Pacto Social, por una regulación firme que impida al capitalismo financiero extender esa barbarie de la codicia que es, aunque intente vestirse con el traje de Armani de los pensadores mediocres y los periodistas sobornados, la simple apelación al egoísmo humano más descarnado.

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