domingo, 27 de octubre de 2013

MOSCAS ZOMBIES Y PÉRDIDA DE SENTIDO


Nos encontramos en el tiempo de las moscas erráticas, esa región del año previa al Día de Difuntos en la que los dípteros se tornan más pegajosos. No parecen terminar de morir, aunque tampoco parecen tener exactamente una vida. Hace unos días comentaba un amigo horrorizado cómo había encerrado al anochecer a unas cuantas molestas moscas en una pequeña habitación tras rociar con insecticida. A la mañana siguiente comprobaba con estupor que los insectos no sólo no habían muerto sino que además continuaban con su vuelo estúpido. Mi amigo no sabía que se enfrentaba a moscas zombies, moscas no-muertas que desenredan el monótono ovillo de su corta vida sin rumbo fijo. Las moscas son por definición zumbantes; el zumbido es una actividad que les corresponde y que las empareja, incluso cuando están perfectamente vivas, con los verdaderos zombies. Pero llegado octubre, todavía no masacradas por los primeros fríos, aunque agotada ya su vida natural, porfían en sus instintos ya agotados, se nos acercan y posan sus cuerpos cansados simplemente por encontrar el consuelo del calor de nuestros cuerpos, ya ni siquiera intentan alimentarse. Son cascarones vacíos que todavía planean, carcasas huecas sin objetivo, sin fines. Se dejan capturar, en su lentitud, porque realmente, aunque sigan volando, han perdido el instinto de supervivencia,
    Han perdido el sentido.
Como las moscas zombies, nuestra sociedad, organizada en torno a la estructura del Estado, esa cáscara esclerótica, sigue su camino reproduciendo rumbos aprendidos, pero sin un plan de vuelo específico. La pérdida de sentido ha convertido al Estado, y a todo aquello que intenta proteger y organizar, en una enorme nave zumbante que se acerca al individuo por costumbre, sin voluntad real. Es lo que los postmodernos definieron como “la pérdida de los relatos” o lo que los apóstoles irresponsables del neoliberalismo recuerdan cuando dicen que “se acabaron las ideologías”. Pero la pérdida de sentido, ese vaciamiento interior de nuestra sociedad, no es la consecuencia de la corrupción de las estructuras del estado, pues estas pueden seguir funcionando en lenta agonía durante mucho tiempo, deterioradas, sin rumbo, como un buque en derrota, pero todavía conservando la forma exterior. Caso similar al que  refería Oswald Spengler cuando hablaba de la “pseumorfosis”, una vieja forma histórica que mediatiza lo que está por surgir, que desprovisto todavía de estructura propia, adopta la ya fijada. Al final del  Imperio Romano, por ejemplo, muchos pueblos bárbaros adoptan la cultura latina y el derecho de Roma, pero sin pretores que lo sepan legislar. Una nueva cultura, joven e inexperta, oculta por la anterior.
Caso similar, pero no el nuestro.
No hay cultura nueva alguna que sustituya a la anterior, ya rígida, ya sin fuerzas, no hay nuevos modos, nuevas formas, nuevos pueblos que aporten otros contenidos. Simplemente nos enfrentamos a la pérdida generalizada de sentido. Es como si un idioma hubiera ido perdiendo el significado de todas sus palabras, y los significantes, los vocablos, quedaran suspendidos en el aire como cristales transparentes. Lenguaje zombie, sonidos zumbantes, un rumor continuo de vuelos sin sentido. Sólo una palabra parece todavía conservar el contenido: mercancía.
La pérdida del sentido puede ser narrada también como pérdida de la imagen, de la imagen del mundo, de la noción que nuestros antepasados nos han dejado sobre el mismo. Así lo narra Peter Handke en “La pérdida de la imagen o Por la Sierra de Gredos”, donde una comunidad humana se enfrenta a la desaparición de la noción del mundo que habían transmitido las generaciones anteriores. “¿Por qué motivo estos náufragos ya no tienen lengua? ¿Por qué han echado por la borda la ley y las reglas de la belleza? ¿Cómo están ahí bamboleándose en el mar Muerto de la inabordabilidad?”, se pregunta un personaje de la novela.  “Escuche bien, pues: en el origen de la espantosa fealdad de esta turba de robinsones está la pérdida de la imagen” Así pues, náufragos o robinsones, zombies varados en una isla desierta que Handke sitúa en Hondareda, en plena Sierra de Gredos.  No muy lejos, en la desierta Tierra de Campos palentina, entre ruinas devaluadas de las nobles construcciones de adobe, vemos un ejemplo físico, perfectamente visitable, del daño que puede hacer en un entorno de población tanto la pérdida de la imagen como la de sentido. Un bello artículo de Tamara Crespo, en http://www.fronterad.com/?q=rustico-flamigero-en-tierra-campos nos alerta de las consecuencias de la desaparición de la cultura de los pueblos tal y como la hemos conocido, acelerada por la rapiña del dinero fácil, sin una sustitución por nuevos referentes estructurados.

Así pues, aquí seguimos, en este estado de no-muertos, donde antiguas palabras -democracia, educación universal, emancipación de los seres humanos, y tantas otras- construyen este caparazón quitinoso, renegrido y seco del enorme moscardón zombie en el que nos hemos convertido, incapaces tan sólo de emitir ese zumbido monótono que nos han inoculado y que emitimos en vuelo errático hacia la destrucción: mercancía, mercancía mercancía.

domingo, 20 de octubre de 2013

ADIOS A DORITA


Tras un paréntesis de reflexión que ha durado varios meses, volvemos hoy a las páginas de La Amalgama con la intención volver a meter la cabeza en los rincones dormidos de la estructura de la realidad. Colabora en este nuevo viaje, como en ocasiones anteriores, El Eco de Jumilla, http://www.elecodejumilla.es/periódico digital que alberga este blog como columnista, y al que agradecemos ese hueco que nos ha hecho. Desde mayo pasado, el entorno social, cultural, político y económico ha seguido inexorable el estrecho cauce que parece marcado de antemano desde hace años, un margen cada vez más angosto e intrincado. En estos meses no son pocas las cosas que hemos perdido, que han dejado de funcionar o se han extraviado tras los telones engañosos de los mass-media. Pero también hemos perdido personas.
Una de ellas, tan cerca como ayer, ha sido la jumillana Dorita, una mujer singular cuyo nombre completo era Salvadora García Gil. Dorita fue durante muchos años el primer rostro, enmarcado en un minúsculo arco e iluminado por una débil bombilla, que los aficionados al cine en Jumilla veían antes del programa doble los fines de semana por la tarde. Dorita era la taquillera, y nadie más pudo adornarse con ese apelativo con tanta dignidad. Pero esta señora fue desde luego mucho más. Viuda temprana de José María Bonacasa, que quizás haya sido el mejor fotógrafo de la Jumilla del siglo XX, era una mujer ilustrada que siempre que pudo alentó las artes y las letras, en tiempos en los que, como hoy, los gastos culturales no eran bien entendidos. Durante su breve paso por la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Jumilla dejó buena prueba de su amplitud de miras y de su capacidad para considerar la inversión en nuevos creadores como un necesario acto de futuro. Becó a jóvenes artistas con dinero de las arcas del Ayuntamiento, como José María Martínez Monreal, hoy alejado de Jumilla y aquí poco recordado, a pesar de que sus lienzos cuelguen de algunos de los muros más elegantes de la localidad. Tengo en la memoria las pequeñas acuarelas del artista cuando la visitaba en su casa, y recuerdo el sosiego antiguo con que recibía aquella señora. Recuerdo también su ayuda, cuando yo era casi un chiquillo, y como sus palabras de aliento me convencieron todavía más de cual debía ser mi camino.
El olvido es largo, dicen, pero es nuestro deber que aquellos que no lo merecen –y nadie lo merece- no sean pruebas de ese refrán cruel. Muchos años después de trabar una naciente amistad con esta señora, que a mí siempre me despertó un aliento de sobria nobleza, el mismo que despertaron tantas mujeres de izquierdas en esos años lejanos en los que todavía se podía nacer sabio, tuve la tentación de visitarla y hacerle saber la importancia que tuvieron para mí sus palabras. Jamás lo hice. Hoy lo lamento, como lamento día a día ver la pérdida de sentido, la pérdida de imagen, que sufrimos constantemente. Aún así, cada vez que recuerdo aquellas viejas películas de los setenta con sabor a merienda de palomitas y pipas, me viene a la mente su rostro, el rostro de la guardiana del templo de las ilusiones que escondía otro menos conocido de amante de la cultura y de los artistas. Sea ella la madrina de esta nueva etapa de La Amalgama.

Que el olvido no sea largo para Dorita, que encuentre paz y que nos hagamos merecedores de su memoria.