domingo, 15 de diciembre de 2013

ALMACENES DE ADOLESCENCIAS


Cocheras destartaladas, almacenes abandonados, pisos vacíos con demasiados achaques, algún bajo sin comercio: éstos son los lugares donde prolifera lo que en numerosas ciudades y pueblos españoles se suele llamar local, club o cualquier eufemismo parecido. Menos ambigua, más cercana a la realidad, es la denominación popular que recibe en la zona norte de Murcia y sur de Albacete, que es la que adoptaremos.
Hablamos de garuto, vocablo tradicional y común en la zona aunque no aparece en el recopilatorio Palabra de calle, de Emiliano Hernández, editado por la Academia de Alfonso X El Sabio. El término surge de la corrupción de la palabra garito, usado éste último para designar un lugar de mala reputación o de juego ilegal, un local de ocio destartalado o sitios similares. Así pues, ya desde su origen, los garutos llevan a cuestas ese aire lumpen y barriobajero que los adolescentes utilizan para nombrar locales autogestionados como pequeñas asociaciones de ocio, aunque las generaciones anteriores también la usaron para definir casas pobres y de mala construcción. En la España de los tres millones y medio de viviendas vacías, el garuto hace fortuna entre los más jóvenes.
Usualmente, los pocos muebles de que disponen son préstamos a fondo perdido de alguna abuela, o hurtos a contenedores de escombros, o precarias creaciones a partir de restos de otros muebles; parece que la sensación de abandono tiene que ser ley. Aunque las circunstancias difieren, según hablemos de cocheras o de pisos prestados ya amueblados. El garuto es por definición un antro sumergido, oculto, y cuando uno pregunta a los adolescentes, suelen esquivar de principio la cuestión. Los datos van surgiendo a través de la confianza, y resultan sorprendentes. Un chico afirma que en Jumilla hay más de veinte garutos alquilados por adolescentes entre los once y los diecisiete años. Con la mayoría de edad, el fenómeno se esfuma. Otra chica confiesa que es socia en un piso amueblado situado en la periferia. Una cochera, afirma otro, puede albergar hasta treinta adolescentes, que van y vienen, entran y salen, pasándose un reducido número de llaves y pagando un alquiler abusivo de trescientos euros mensuales. Por supuesto, siempre hay una madre o padre como firmante. Las distintas circunstancias de estos clubs semiclandestinos nos recuerdan a las que dieron lugar a algunos de los movimientos musicales más afamados del siglo XX, desde el underground neoyorquino a las movidas españolas.
Las razones de la proliferación de esta especie de clubs menesterosos es obvia. En las capitales pequeñas o en los pueblos medianos y grandes, hoy por hoy, los locales dedicados a adolescentes sencillamente no existen. En el pasado, nacieron ciertos espacios públicos al calor de la Transición, unas veces bajo la protección de las llamadas Casas de la Juventud, otras a través de asociaciones vecinales; con el tiempo y la presión de las empresas del ocio privado, han desaparecido. Hace décadas, los garutos tenían su razón de ser para la organización de fiestas en fechas señaladas, como las navideñas; hoy, su vida útil se extiende a todo el año. En el mundo rural, en cambio, no han sido necesarios, porque las calles de las aldeas no han perecido todavía bajo el hielo nihilista de nuestros neones.
Un chico me contaba una razón evidente mientras miraba fuera de campo, a un horizonte inexistente, como un jubilado, exactamente como un jubilado: “Es que en invierno en la calle hace mucho frío”.
Los garutos suelen ser considerados como escuela de cínicos o de desalmados, a veces opino que es justo lo contrario; son la alternativa, rudimentaria, pobre, a las burbujas de internet, a los paraísos de amistad incierta en los que los adolescentes se encierran, escondidos tras la muleta de una pantalla. Muchos de estos solitarios vagan por las calles, las frías calles, ignorando el entorno. El garuto protege de esa soledad metálica de los adolescentes, rodeada de un mobiliario urbano inmisericorde, de las luces lejanas e inalcanzables de un ocio que les está vedado. En el garuto prolifera una humanidad menesterosa, una amistad seca, casi helada, que poco a poco va desgranado scherzos amorosos. Los garutos son también los úteros de la triste inmensidad de los despropósitos, de hazañas en precario, de historias que contar en los ratos muertos de los recreos.
Nuestros adolescentes, alejados del caleidoscopio de vulgaridades de los adultos, sobreviven malamente dentro de estos antros medio abandonados, pero extienden su horizonte, aprenden formas de vida que quizá, si nadie lo remedia, y quién sino ellos lo puede ya remediar, marcarán un futuro desolado del que la generación de sus padres es responsable.

Dejemos, por tanto,  que se abran paso a la vida en los garutos de nuestros suburbios.

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