sábado, 16 de marzo de 2013

ESPACIO PÚBLICO Y NO-LUGARES




La reducción del espacio público, del tiempo público, en los últimos años es una realidad tan evidente que no vamos a redundar en todas sus facetas: los multitudinarios recortes ordenados por instituciones internacionales de carácter macroeconómico, la rápida devaluación de la sanidad y la educación públicas en los países del Sur de Europa, las constantes externalizaciones de servicios antes ofrecidos directamente por las instituciones de los estados… No insistiremos en hechos tan evidentes y tan comentados en los medios. Vamos, de la mano de Eugenio Trías, como ya comenzamos en una entrada anterior, a ofrecer ejemplos físicos, tangibles, de verdaderos espacios públicos, espacios comunes, fronteras o franjas entre dos mundos cerrados, que han sido paulatinamente estrechados, sofocados, estrangulados entre las trituradoras de lo privado. En la entrada anterior sugerimos que el límite en el que se inscribe el lugar de la comunidad, el espacio público, era una suerte de balcón privilegiado al cerco hermético de los anhelos, esperanzas y utopías comunes de la humanidad. El cerco del aparecer descrito por Trías era, desde un punto de vista social y económico, el mundo del consumo de masas, que tapa con su espectáculo hoy por hoy cualquier otra asunción social, incluido el mismo estado.
    Un ejemplo elocuente ilustra mi afirmación en un artículo publicado por Philippe Rekacewicz en el número 208 de Le Monde Diplomatique (edición en español). En un ejercicio de la llamada cartografía radical, se analizaba en ese texto la constante reducción del espacio público internacional en los aeropuertos del Norte de Europa a favor de las tiendas Duty Free (libres de impuestos). Por ejemplo, entre 2005 y 2007, en dos remodelaciones, el aeropuerto de Oslo, Gardermoen, vio reducida su terminal internacional de forma tan dramática que tan sólo quedó un estrecho pasillo cuya única función era el paso rápido a la Duty Free. Parecidos procesos se vieron en Estocolmo (Arlanda) o en Berlín Schönefeld) ya en 2013. Los pasajeros, que hasta entonces utilizaban el espacio internacional como zona de relax, de encuentro o cita, de reflexión, de simple ejercicio de su entidad de ciudadanos momentáneamente internacionales, se encuentran ahora prácticamente estabulados, como reses conducidas al pesebre de las Duty Free Shop, que han visto crecer su propio espacio dedicado al puro consumo de forma desmesurada. Las entradas directas a la zona de embarque a través de la terminal pública quedan ahora sutilmente vedadas por muros de carros o puertas reservadas a personal interno, de forma que es obligado el paso por el interior de la tienda libre de impuestos, donde el pasajero, ya bastante atropellado, se carga con pesos innecesarios mientras vacía sus bolsillos o su tarjeta de crédito. Como señala Rekacewicz, nos encontramos en unos aeropuertos donde “los estados se retiraron y la gestión fue (…) terceralizada y confiada a empresas”, de forma que las antiguas zonas públicas se han convirtieron en “ciudades dentro de la ciudad”, ciudades del consumo, megacentros comerciales, aparcamientos de pago, supermercados y tiendas free-tax. Es cierto que el aeropuerto ha sido durante lustros un “territorio entre dos mundos”, un verdadero límite según lo entiende Trías, pero hoy empieza a ser la prueba fehaciente de que el cerco del aparecer convertido en consumo se ha comido ya al cerco hermético, el de los sueños universales del pasajero como ciudadano del mundo, espíritu libre entre terminales. Eso se acabó, el pasajero internacional no es hoy otra cosa que un cliente potencial al que exprimir y conducir a la zona de consumo.
    Esta situación de los aeropuertos actuales recuerda bastante a los conocidos como no-lugares, espacios sin identidad, sin alma, deshumanizados, que han proliferado en la época de la postmodernidad, tanto como los solares incultos, las urbanizaciones perdidas, las estaciones de tren alejadas de las ciudades (la Fernando Zóbel de Cuenca es un gran ejemplo), los grandes vestíbulos desangelados de los museos vacíos, y tantas otras traducciones del vacío existencial tras las cenizas de la modernidad.
    Dice Marc Augé en Los no lugares. Espacios del anonimato, que “si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad  ni como relacional ni como histórico, definirá un no-lugar”. Las viejas terminales agostadas son no-lugares radicales, y los pasajeros, asustados por el hálito de vacío, nada y muerte, huyen despavoridos al interior de las Duty Free Shop, sin saber que han viajado del purgatorio al infierno.

domingo, 10 de marzo de 2013

LÍMITE Y ESPACIO PÚBLICO



In memoriam Eugenio Trías
 
Uno de los conceptos más ricos y sugerentes elaborados en el pensamiento de fines del siglo XX ha sido el de límite. Una verdadera idea seminal fruto del trabajo del recientemente desaparecido Eugenio Trías, el más grande de nuestros filósofos después de Ortega. El concepto de límite, que le valió a Trías la concesión del llamado Nobel de filosofía, el premio Friedrich Nietzsche, a toda su trayectoria creativa, ha sido aplicado a numerosos campos de conocimiento tales como la estética, la fenomenología de la religión, la hermenéutica, la filosofía pura o la música, entre otros. El concepto de límite nace en el mundo de las ciencias humanas, sin embargo, no ha sido suficientemente desarrollado en este campo, sobre todo en sociología o en historia, en parte por desconocimiento y en parte por la reducción radical de líneas de investigación y puntos de vista originales de estas disciplinas en los últimos años. Este sinsentido científico no va a ser solucionado en estas líneas, pero ensayaremos un pequeño esbozo de los que es capaz de generar una verdadera idea seminal .
     Básicamente, Trías recupera el concepto de límite no como frontera, raya que separa dos espacios, culturas o sistemas, sino como una franja con entidad propia en a que se generan sinergias, acontecimientos, fusiones, y en la que encontramos habitantes propios. Recuerda Trías el “limes “ romano, aquella frontera cambiante y movediza entre el mundo de los bárbaros y el Imperio. Vivían allí los “limitanei”, que participaban de ambos espacios al tiempo que desarrollaban un “modus vivendi” propio en un “locus” particular. Aunque no se han querido relacionar, hay otros “limes” actuales que pueden servir de ejemplo, léase la frontera entre Estados Unidos y México o la que constituye el sur de Europa, en especial el sur de España e Italia y Sicilia.
     En definitiva, Trías aprovecha este viejo concepto para fundamentar su monumental sistema trasladado a la metafísica; el organigrama contempla el llamado círculo del aparecer, donde se sitúan todas las cosas objeto de la percepción y al otro lado, el círculo hermético, donde habita el misterio, la fe para los creyentes, las utopías y esperanzas del hombre, la concepción individual del futuro… Entre ambos, esa frontera que es el “limes”, el lugar donde habita el ser humano, un animal cuya esencia es ese columpiarse entre el aparecer y el círculo hermético, dotado de la llamada “razón fronteriza”, espacio de diálogo entre la razón lógica y sus sombras, entre ciencias y arte o religión. Las traslaciones a las distintas ramas de la filosofía de ese espacio enriquecido que bebe de ambos círculos han sido múltiples, pero, repito, encuentro una carencia esencial en las ciencias humanas. Si trasladamos la idea de “limes” al concepto de espacio democrático como “locus” mental y espacio público como “locus” social, nos encontramos que el círculo hermético puede ser descrito como el lugar de la utopía, de los anhelos de tantos hombres libres que se aventuraron en él para crear la Carta de los Derechos Humanos o los sistemas democráticos más avanzados. El círculo del aparecer es hoy, en nuestra sociedad del espectáculo, eso mismo, puro aparecer, el gran sistema de simulacros sostenido sobre los pilares de la sociedad de consumo, el capitalismo radical y la conciencia metafísica de la ciencia, que opone sujeto (sujeto humano-deshumanizado) frente a objeto (la naturaleza entera como dada para su consumo).
     El espacio del “limes” donde realmente vivimos, pensamos y nos relacionamos los hombres, sólo puede ser un espacio democrático sostenido por un “locus” público, de lo contrario, la franja desaparece, el espacio de interacción se reduce a una mera imagen y el círculo hermético, el  lugar de las utopías, de los anhelos y de las esperanzas, del espíritu de progreso y de la fe, se oculta, “lethes”, siguiendo a los griegos o se sumerge, siguiendo a los geólogos, como una placa tectónica, que vuelve al interior de la tierra engullida por otra placa que se superpone (el aparecer). El limes es sagrado, no debe tocarse, como sugerí en una entrada anterior, ver http://jumilla-amalgama.blogspot.com.es/2012/02/el-valor-de-cambio-y-lo-sagrado.html, si perdemos el "limes", lo perdemos todo. Y eso es precisamente lo que estamos haciendo, destruyendo sistemáticamente el espacio democrático, el espacio público, aquél que nos permite ser seres humanos plenos, asomados a un futuro misterioso pero lleno de posibilidades.  En la próxima entrada analizaremos con más profundidad algunas facetas de este proceso de desintegración.

viernes, 1 de marzo de 2013

DESDE LA DISTANCIA, GOYA NOS OBSERVA


In memoriam Stephane Hessel
La historia es caprichosa, es posible que por eso muchos, por conveniencia, cada día le hagan menos caso. Pero la historia busca sus caminos secretos para transmitirnos sus consejos, unas veces mediante lugares y acontecimientos, otras, en fin a través de personas.  Hace exactamente doscientos años terminó la Guerra de la Independencia española, un 20 de octubre; aquel 1813 se iniciaba, un 5 de enero, con la abolición por las Cortes de Cádiz del Tribunal de la Inquisición (que volvería a renacer legislativamente antes de una nueva derogación en 1820). El año terminaba con la abdicación, el 29 de diciembre, de José I Bonaparte, el testaferro impuesto a España por su hermano Napoleón. Aquel año definitivo (y todos los que le precedieron) fue documentado por el primer reportero gráfico de la historia: Francisco de Goya.
En las paredes del Museo del Prado cuelga como un grito un cuadro fundamental con el título de Los fusilamientos de la Moncloa. Es una obra inaugural de muchos movimientos, desde el Romanticismo al Expresionismo, es la primera pintura al óleo que puede ser considerada un auténtico reportaje de guerra, pero es sobre todo, la más certera y sincera representación de la suerte adversa del pueblo español que un artista o poeta haya sido capaz de crear. Muchas otras obras, desde el Guernica de Picasso a La Libertad guiando al Pueblo, de Delacroix o El Fusilamiento de Maximiliano I, de Manet, se lo deben todo.
El pasado 23 de febrero, el pueblo español se alzó una vez más en una multitudinaria expresión de malestar, no muy diferente a la  que contempló Goya en 1808. Esta vez se ha bautizado “marea ciudadana”, en otras ocasiones se ha hablado de sublevación, levantamiento o insurrección, hoy se eluden esas expresiones por hallarse el país en un régimen democrático, siendo sustituidas por el término “protesta”. Pero como en otras ocasiones, Francisco de Goya, encaramado en su pedestal de la Puerta Norte del Museo del Prado, que le ofrece unas vistas privilegiadas del Paseo del Prado, ha visto pasar niños, jubilados, familias enteras, parados, funcionarios, mineros, bomberos, jóvenes sin futuro, ciudadanos alarmados, enfurecidos, asombrados, estupefactos, juntos bajo pancartas multicolores.
En la distancia, Goya nos observa.
La tarde del 23 de febrero de 1981, Goya vio pasar un autobús repleto de guardias civiles, treinta y dos años después, contempla desde su atalaya los ríos de gentes variopintas que suben por el Paseo del Prado hacia Neptuno. Según fuentes oficiales, 1400 efectivos de policía custodian las calles ante una marea que los medios, a diferencia de otras ocasiones, no se atreven a cuantificar. Se habla de miles de personas; ¿acaso algunos miles, cientos de miles, cientos de cientos de miles?, poco importa.
Como otras veces, Goya nos observa.
El pintor recuerda en estos trances los rostros ocultos de los soldados franceses, de espaldas al público como anónima máquina de muerte, que disparan contra el símbolo del pueblo, un hombre de rostro atezado vestido con una camisa blanca suelta. Las furgonetas azules, llamadas “lecheras” desfilan y aparcan a las espaldas de la estatua de Don Francisco. En la madrugada se escucharán las cargas de las fuerzas del orden.
Como tantas veces, Goya nos observa.
Don Francisco recuerda ahora otra de sus pinturas, ésta vez sin encargo oficial, que muestra a dos mozos en un duelo a garrotazos, hundidos hasta las rodillas en un lodazal del que no pueden –ni quieren- salir. Están doblemente condenados, por su odio y por su inmovilidad irredenta. Premonición de todas las guerras civiles de este país, del encasillamiento cerril, del sustrato reaccionario que nos sigue lastrando.
Piensa Don Francisco en el interior de su alma de bronce que hay demasiadas coincidencias, que todo vuelve y retorna, los soldados y los policías, el pueblo inculto, los represaliados por el poder invisible. Piensa Don Francisco desde su atalaya del Prado que seguimos presos del lodazal y que el duelo eterno de las dos Españas vive su enésima edición.
Desde la distancia, como tantas otras veces, Goya nos observa.