martes, 14 de febrero de 2012

VINDICACIÓN DE LOS FENICIOS



La civilización fenicia representa una de esas tristes paradojas que en ocasiones nos depara la historia. Una paradoja que enseña. Ya antes del año 1100 a. de C., las ciudades de la costa del actual Líbano comenzaron a extender sus redes comerciales por todo el Mediterráneo. Su método era infalible, pues las mercancías fenicias solían ser objetos de lujo, poco pesados pero muy valorados, de forma que los largos viajes resultaban rentables. Pero en los barcos fenicios viajó algo más que cuentas de vidrio, ricos paños teñidos de púrpura o exquisitas piezas de orfebrería; desde Tiro, Sidón y Biblos viajó la escritura alfabética hasta las playas de Tartessos. Exportaron su amor por la aventura, la exploración, pero también el gusto y la sofisticación oriental. Fueron los primeros en circunnavegar África, por encargo del faraón Neco, en el año 600 a. de C., y nadie creyó en sus crónicas hasta que se demostró la esfericidad de la tierra. Los fenicios, en su afán civilizador, exportaron a todas sus colonias el sistema democrático más avanzado de la época, sin monarquía, y con el poder dividido en los llamados sufetas o jueces, que se controlaban mutuamente. El Consejo de Ciento y la Asamblea de Ancianos, así como la Asamblea del Pueblo, han pasado a la historia antigua como las instituciones representativas más democráticas, y cuentan los griegos que la crisis de Carthago -los fenicios occidentales- radicó precisamente en la lentitud de estas estructuras, dadas las excesivas consultas al pueblo. Su cultura literaria, como su gusto, fue vasta y diversa, pero nada ha quedado de los inventores de nuestro sistema alfabético, porque la paradoja radica en todo ese corpus germinal desapareció sin dejar rastro por obra del recelo, la envidia y, sobre todo, por la avaricia de sus vecinos, que a la postre han sido sus morosos albaceas. Los textos griegos tildan de ladrones a los fenicios, pero envidian su cultura. Los israelitas, recelosos, describen exclusivamente sus rituales bárbaros, hablando de sacrificios infantiles, sus profetas predicen con saña la total debacle de los vecinos, pero ponen el nombre de una de sus ciudades, Biblos, al libro sagrado. Los asirios someten, como predijeran los israelitas, las ciudades fenicias, que son borradas de la tierra por el Imperio Persa. Los romanos, en fin, arrasan Carthago labrándola con sal pero ensalzan sus dotes militares para hacer más excelsa su propia victoria. En resumen, nada ha quedado de las crónicas fenicias, quemadas o vendidas al peso, y los testimonios sobre un pueblo tan admirable nos han sido legados por sus fieles enemigos.
En este momento, cuando se escenifica en occidente la derrota del pensamiento, la ironía y las comparaciones excéntricas penetran más que los juicios de la razón. En un texto casi elegíaco, F. L. Chivite se preguntaba en La Verdad del pasado sábado qué fue de los intelectuales. Notaba el columnista la ausencia de “gente inteligente y preparada” en las tertulias mediáticas. Si la principal virtud del intelectual es que es insobornable, hemos de concluir con Chivite, que el crédito moral de los formadores de opinión es cero. Quedan los profesores, los educadores, que de costa en costa hacen florecer la cultura, que extienden el alfabeto por las aulas, que pregonan los valores democráticos que ya nadie defiende y elevan el gusto y la sensibilidad de los jóvenes por las más bellas cosas que ofrece la naturaleza, que agrandan su espíritu investigación y de aventura. En un país donde la cultura y la educación son tradicionalmente miradas de reojo, la excelencia provoca el rechazo, y sus frutos, la avaricia. Esos pobres diablos que intentan sostener la cordura de nuestra sociedad son envidiados por los ingenuos y los resentidos, o vilipendiados por políticos vacuos, y puede que con el tiempo la noticia de sus esfuerzos sea dada por quienes los hicieron caer. Los destinos de los fenicios y de los educadores de hoy no por lejanos dejan de tener un triste paralelismo, y son buena vara para medir lo que es capaz de destruir la incultura, la estupidez, la envidia y la codicia de lo ajeno.

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