domingo, 12 de febrero de 2012

PROPAGANDA Y PENSAMIENTO



Pocas veces encuentra uno palabras que, pareciendo tener alguna relación entre sí, sean tan opuestas como estos dos vocablos que comienzan por “p”. Propaganda y pensamiento siempre han estado a la greña, pero es ahora, precisamente cuando mediante los medios de comunicación de masas la propaganda ha manifestado todo su poder cuando el pensamiento se torna sospechoso y marginal.
Son los dones de nuestras democracias.
Por otra parte, el gran desarrollo alcanzado por su hermana publicidad permite vivir a la propaganda los días más felices de una larga existencia que comenzara allá en el papado de Gregorio XIII, cuando, bajo el nombre de “Propaganda Fidei Comissio”, se institucionalizó el proselitismo religioso. Hoy es posible distinguir al repartidor de folletos profesional del simple allegado cuando te grita por el interfono: ¡Propaganda! El novato exhala un tímido “publicidad”. En el fondo, el profesional tan sólo denigra conscientemente su propio oficio.
La verdadera propaganda, hoy por hoy, sólo se encuentra en el ámbito de la política, y no por casualidad. Ya Lenin la situaba entre los tres grados de la polémica ideológica, estrechamente unida al trabajo teórico y la agitación. Con Goebbels y el célebre lema nazi -“Di una mentira muy grande muchas veces y todo el mundo acabará creyéndola”-, la propaganda terminó de conquistar todo el espacio de la política. Por razones obvias, de espacio y de tiempo, no hubo lugar a partir de entonces para el pensamiento. En todo caso, la esencia de la propaganda es la de adoctrinar e influir a la masa sin necesidad del uso de la fuerza, es propagarse, extenderse e ilusionar antes de que el individuo llegue a pensar. El enemigo de la propaganda es el pensamiento, es la educación, es el humanismo.
Los partidos políticos de Occidente están sumidos en una crisis generalizada de la que no saldrán con la misma estructura o simplemente desaparecerán, la exigua ideología que los sustentaba ha desaparecido y es hoy la base de ONGs y movimientos sociales, que hacen uso de la propaganda en su sentido más puro y clásico. Los líderes políticos se limitan a simular un combate de boxeo sobre la lona mediática; entre manteo y manteo alzan la cabeza y consultan una encuesta. Por eso podemos considerar sin temor a equivocarnos que las campañas son una redundancia, un exceso, una excrecencia del sistema, un tumor que desperdicia enormes cantidades de energía y deja exhausto al cuerpo de la sociedad.
La propuesta es obvia; el espacio, ridículo e irrisorio, destinado a la reflexión, al pensamiento, debe expandirse y ocupar al menos las dos semanas anteriores al ejercicio retórico del voto, desplazando y eliminado el espacio que ocupa la campaña electoral, puesto que, al fin y al cabo, la propaganda llena completamente el resto del año. No cabe duda de que quince días al año de pensamiento no resuelven nada, pero al menos sirven para volver a ritualizar el único acto sagrado de nuestra compleja y vacía sociedad: el voto.
Resulta paradójico que en medio de esta celebración universal de la nada que es la política se desprecie con tanta insistencia el voto en blanco, que a priori sería el vacío, por mucho que algunos de nuestros pensadores más influyentes, como López Aranguren, García Calvo o Escohotado, declararan practicarlo desde hace años. La reflexión sobre la nada es la más alta instancia del pensamiento metafísico y místico, y los grandes santos cristianos la han elevado a cotas vertiginosas. ¿Porqué despreciar entonces el voto en blanco, que es la mística suprema de la democracia? Mucho tendremos que cambiar para que se valoren esos ejercicios de responsabilidad y honestidad que llenan cada día más nuestras urnas.

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