sábado, 18 de febrero de 2012

LA INDIGENCIA



Recuerdo una de las visitas del Departamento de Dibujo del IES Arzobispo Lozano, junto a alumnos de Bachillerato, a un programa de televisión, que se grababa en el teatro Alcaraz de Madrid. Aparte de conseguir fotos junto al presentador y autógrafos de los invitados, en esta ocasión el grupo Estopa, los alumnos tenían la oportunidad de ver en vivo la grabación de un programa televisivo y comprobar de paso la gran tramoya que constituye ese medio. Como es acostumbrado en estas grabaciones, la regidora manejaba con mano diestra y firme a los asistentes, haciéndolos callar o aplaudir a voluntad según lo requiriese la situación. Aun así, y tratándose en su mayoría de un público adolescente, el trabajo se le hizo en algunos momentos cuesta arriba, cosa que a los docentes que allí estábamos no nos sorprendió en absoluto. En uno de los lances del arduo pulso que mantuvo, un individuo, amparado en la oscuridad de un palco, se dedicó a proferir unos cuantos célebres y ya clásicos “cuñaoooo”, que popularizaran los “freaks” de Quintero. La mujer se volvió certera desde el escenario colocado para la ocasión sobre el patio de butacas hacia su espalda, justo donde, semioculto, el gracioso gozaba de su minuto de gloria. Sin dudar de la posición que ocupaba, la regidora se dirigió a él con duras palabras: “¡A ver, ese que emite esos sonidos: abandone inmediatamente el local, su comportamiento no es digno de este programa!” El encumbrado bromista quedó petrificado mientras los ojos de todo el público se dirigían con certera exactitud al lugar que señalaba la mirada de la regidora.
El efecto fue tan abrumador que comenté en voz baja a mis alumnos que ese hombre había reducido su tamaño por lo menos a la mitad. Y no era exagerar, la estatura ciclópea que el inocente perturbador había adquirido se vio reducida de golpe a la de un gusano. La regidora, en cambio, terminó por dominar la situación de manera impecable, y ya nadie se atrevió a chistar. El programa se desenvolvió a las mil maravillas y todos los asistentes gozaron del ingenio de los cómicos profesionales, olvidando por completo al cómico muletilla. En ese momento recordé la impecable escena final del film “Las amistades peligrosas”, donde Glen Close, es su papel de marquesa traidora, es abucheada en el teatro por toda la sociedad parisina. Un tropiezo insidioso al retirarse del palco rubrica la zozobra del personaje. El gracioso había probado las mismas mieles y el mismo vinagre.
Al día siguiente, observando las noticias en televisión, un hincha andaluz pronunció una palabra que había escuchado en otras ocasiones: “indihena”, con la que parecía referirse a un grupo de exaltados del equipo contrario. El lenguaje es perverso, y ha convertido la palabra en sinónimo de salvaje. Me acordé también de otra palabra muy similar, pero de significado muy distinto, que, sin embargo, suele asociarse a la anterior. Me refiero a “indigente”, aquél que no dispone de medios para sobrevivir. Usualmente consideramos a los indígenas también como indigentes; después de lo dicho queda claro que semejante binomio es una sandez, pero no está de más considerar que un indigente no tiene que serlo sólo por falta de medios materiales, sino por carencia de espíritu, por falta de luces. Se me apareció con toda claridad el gracioso de Madrid como un indigente, una persona que, no teniendo posibilidad de ser una persona íntegra o completa, por falta de cultura, de educación o de ganas, optaba por alcanzar esas míseras famas que ostentan los pobres diablos y los bocazas de bar, los políticos de esquina, tecnócratas del día de mercado u otras especies similares. Vivimos tiempos ambiguos, donde un indigente material puede ser confundido con un indigente mental, vivimos tiempos donde esa confusión puede llegar a ser intencionada. ¿Llegará el triste día en que ambos desfavorecidos coincidan en la calle, sin techo, sin hogar, sin ideas y sin dignidad? La educación puede resolver al unísono ambos problemas, todo depende de nosotros, y de nuestros gobernantes.

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