lunes, 13 de febrero de 2012

LA FÁBULA DE LA MERCANCÍA ABSOLUTA



Érase una vez un humilde ganadero que poseía un establo poblado de vacas y cabras. Alimentábase el señor de productos propios y de trueques que realizaba con sus vecinos hortelanos. Vivían todos en concordia en una soleada aldea llamada Pigs, trabajando sus tierras y cuidando sus animales. Había, sin embargo, en alguna aldea no muy lejos de allí, otro granjero que, cansado del trabajo diario y envidioso de la prosperidad del resto, inventó una estrategia para prosperar rápidamente sin esfuerzo, porque su obsesión era la falta de tiempo. Se hizo vendedor y ofreció a los aldeanos de Pigs un jugoso postre que llamó Golosinas de Aire. No tenía sabor, ni forma, ni siquiera se sostenía en una materia concreta, lo que lo hacía radicalmente novedoso, puesto que el producto del ganadero de Pigs más apreciado por sus congéneres era el yogur griego, dulzón, untuoso y de un blanco ya muy visto. El caso es que las inocuas Golosinas de Aire empezaron a triunfar, al principio canjeadas por leche, aceite, vinos y otros productos de primera necesidad (entre los que siempre se incluía alguna caja de whisky irlandés). El vendedor pudo ampliar su fábrica de golosinas y dotarla de unas imponentes naves tardomodernistas, con las fachadas cubiertas de tuberías, válvulas y depósitos de acero inoxidable. Ningún granjero o agricultor de la aldea de Pigs podía acceder, a pesar de tales lujos, al interior de la fábrica, puesto que el vendedor, como buen comerciante, distribuía a todos los rincones de la comarca sus inefables golosinas que, como eran de aire, viajaban en un sí es no es a las aldeas más alejadas. El caso es que si los habitantes de Pigs hubieran podido acceder al interior de la factoría no se hubiesen encontrado con un lago de chocolate, como en la fabrica de Willy Wonka, sino con un tenebroso vacío a oscuras que algunos, en voz baja y temerosos, comentaban que contenía una cosa llamada Mercancía Absoluta. Claro es que las naves tenían que estar por fuerza vacías, puesto que fabricaban Golosinas de Aire.
Pasó el tiempo. La fábrica se hizo mucho más grande, más brillante y más misteriosa. Ahora, los habitantes de Pigs ni siquiera podían verla a lo lejos, porque una alambrada de aire cercaba las instalaciones. Mientras tanto, los establos y huertos de Pigs seguían con su aspecto rudimentario de techos de paja y carrizo, de empalizadas de troncos. El yogur griego de nuestro ganadero era, a pesar de todo, muy apreciado en la comarca, extrañamente más apreciado que las Golosinas de Aire. Vistas las cosas, el vendedor, que siempre necesitaba más y más tiempo, convenció a algunos holgazanes envidiosos para que hablaran mal del ganadero, y de paso de los humildes hortelanos de Pigs. Como a nadie la gusta que hablen mal de uno mismo, los granjeros compraron costosos tejados y sobrediseñadas empalizadas para sus explotaciones, de forma que los envidiosos, que ya parecían convencer a una parte de los ciudadanos de Pigs, no los trataran de sucios o desaliñados. Pero las cubiertas de acero sólo se encontraban en la fábrica de Golosinas de Aire, y el yogur griego, con tantas habladurías, se canjeaba muy mal con estos dulces sin sabor, así que ya no quedaban excedentes de leche para canjear con los hortelanos. Llegó un momento en que a nuestro ganadero, que había forrado por completo su granja de chapas de metal, se le empezaron a morir las reses por falta de oxígeno, y no pudo satisfacer las exigencias cada vez más acuciantes del vendedor. Los envidiosos de Pigs hicieron muy bien su trabajo, a sueldo de suculentas Golosinas de Aire, porque en poco tiempo el ganadero -y también sus amigos hortelanos- empezaron a ser tildados de roñosos, de malos pagadores, de gente sin palabra. Conforme se extendían los rumores, las chapas de metal, por arte de maravilla, se iban convirtiendo en Golosinas de Aire, pero el ganadero se dio cuenta justo en ese instante de que estos dulces maravillosos no se pueden comer, ni oler, ni coger. Recurrió desesperado a sus vacas, porque el hambre le acuciaba, pero vio horrorizado como sus vecinos hortelanos, antes amigos suyos, le robaban, famélicos, las pocas vacas que seguían vivas. Desesperado, se sentó en el suelo a ramonear unas briznas de paja mientras pensaba lo tontos que todos habían sido al pensar que una golosina de aire es algo que se pueda comer.

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