lunes, 13 de febrero de 2012

LA ÉPOCA DORADA DEL CARIÑO



La historia es cíclica. O, como diría Eugeni D’Ors, es pendular. Aparentemente, son tres o cuatro las generaciones que se necesitan para volver al punto de inicio, aunque esa regla no es aplicable hoy por hoy, en un sociedad donde las generaciones se suceden a un ritmo de diez o quince años y no por el clásico patrón de treinta años que corresponde al esquema de abuelo, padre e hijo.
Nuestro ciclo se inició cuando los más viejos del lugar tomaron la decisión de tener descendencia, y adoptaron el modelo que les llegaba desde tiempo inmemorial: el de un padre recto y absoluto que no necesitaba explicarse para imponer su voluntad. Este modelo variaba en función del carácter de los progenitores, como ocurre en otras tantas facetas de la vida, pero el esquema logocéntrico (aquí mando yo, haces lo que yo te digo, vives en mi casa, etc) permanecía inmutable. Si los padres eran personas medianamente equilibradas y lograban expresar sus sentimientos con cierta fluidez, aquello de obedecer por narices se le terminaba semejando al hijo como un bálsamo suave dentro del que pasar la niñez cómodamente y sin sobresaltos.
La asunción del problema viene cuando el padre, o la madre, o los dos juntos, puestos a estar de acuerdo, se convertían en verdaderos tiranos para con sus hijos. Crecían niños hambrientos de cariño, en un desierto de ternura que hoy, aparentemente, nos parece olvidado. Los tiernos infantes, cuando dejaban de ser tiernos y se disponían a su vez a tener descendencia, recurrían a dos sistemas: uno, tomar venganza, que era el menos extendido, lo que prueba que el hombre es más sensato de lo que parece; dos, procurar que a sus hijos no les pasara lo que a ellos, que es una digna interpretación de la teoría de la selección natural y una severa lección para la historia oficial de los políticos, esos señores “caros e inútiles”, como decía Icíar Bollaín. Los discursos paralelos a esa decisión ecuánime nos los conocemos todos: estudia, hijo, que no seas desgraciado como tu padre; apréndete la lección, que seas algo en la vida, etc.
Paradójicamente, esta actitud llevó a la segunda asunción del problema. De igual forma que sus padres se habían extremado con ellos, así ellos se extremaron y mimaron en exceso a sus hijos, rodeados de algodones y melaza, protegidos de las inclemencias del tiempo, ignorantes de las durezas de la vida y de los extremos de las posguerras y las dictaduras. Niños malcriados, tristemente. Amor, esfuerzo, voluntad y sacrificio desperdiciados en unas mentes que se quedan varadas en la adolescencia sin lograr superar la edad del capricho, que se casan, tienen hijos y envejecen en una asepsia cómoda, egoísta y autocomplaciente. Esta generación, escondida en cuerpos todavía jóvenes, puebla las calles de Occidente. Tras la desaparición de las contraculturas, la molicie se ha apoderado de ellos, sin nada mejor en que pensar que en su propia satisfacción.
Ya tienen hijos, y comienzan a crecer. Son niños ignorados e ignorantes del amor de sus padres, pendientes sólo de sí mismos. Estos niños, que pronto llegarán a la adolescencia, han reproducido las carencias de sus abuelos, pero con un velo de seda helado que les cubre el corazón. Son vampiros de cariño, de atención y consideración, ante la indiferencia de sus padres. Esos niños pueblan hoy los albañales de los cinturones urbanos, juegan solos frente a pantallas azules en ausencia de las familias y, a veces, sólo a veces, encuentran algún amigo junto al que construir un paraíso interior. El azar los pone ante ti, y a la primera muestra de empatía, te dan un mundo. La historia es cíclica. O pendular, como diría Eugeni D’Ors, y es envidiable lo que recibirán los hijos de estos niños infelices.

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