martes, 14 de febrero de 2012

ESAS LUCES AZULES




Hoy no hablaremos de televisión basura, no hablaremos de la omnipotencia mediática del fútbol, que margina los demás deportes al mundo de las reseñas, hoy no hablaremos de la dictadura de la prensa rosa en las franjas horarias más concurridas.
Hoy quiero contar solamente cómo, hace unos días, salí de casa al oscurecer y dirigí la vista hacia uno de los bloques circundantes; había seis luces iluminando las correspondientes ventanas. Haciendo un viaje al pasado, el lector imaginará el color de esas luces de hogar, de un pálido tono anaranjado, fruto del tungsteno de las bombillas. Lo que yo veía, sin embargo, era un conjunto de cinco tenues luces azuladas que relampagueaban tras los visillos medio corridos y otra luz esquinada de color naranja, que destacaba por ser excepción. Era sugestiva la conjunción de colores, los destellos rítmicos del haz azul, la danza abstracta de los electrones en los televisores de los salones a oscuras. Eso vi, y pensé primero en el error de esos espectadores que no habían encendido una lámpara auxiliar para mitigar el efecto nocivo de la iluminación del televisor en la oscuridad, luego recordé la famosa regla de los dos metros, distancia mínima aconsejada entre el aparato y quien lo mira. Pero, francamente, no le di a esto mayor importancia, habida cuenta de que la mayoría de los espectadores no pueden cumplir esta recomendación, porque en las atestadas salas de estar, entre sofás-mundo y aparadores-transatlántico, no hay manera humana de que medien dos metros entre la tele y el acomodado espectador, a no ser que injerte su cabeza al cojín más aplastado, medida que ningún ingeniero agrónomo recomendaría. Pensando un poco más, decidí que tampoco era preocupante que aquellas cinco familias se estuvieran quemando la vista delante de la pantalla de fósforo, porque, a la postre, practicaban la adoración al lar vencedor, al dios supremo que conquistó los hogares de la ciudad y del campo.
Pensé otra cosa, pensé, lo que ya es esfuerzo, que este Dios nuestro de la Televisión, del que todos comulgamos, es un Dios maleducado, al contrario que los cientos de exquisitos y sofisticados lares de Roma; pensé que es un Dios cruel, capaz de llevar al linchamiento a una persona inocente en un juicio mediático paralelo, como hemos visto tantas veces; pensé, en fin, que este Dios-televisión es como un animal doméstico al que hay que enseñar a cagar y mear en su cajita, porque si no pondrá la casa perdida, que es como un niño adolescente y malcriado que nos hecha en cara sin piedad todos los errores y debilidades que tuvimos con él cuando contaba diez años menos.
Mientras observaba en silencio los relámpagos sobre el cielo raso de los salones vi claramente que somos nosotros los educadores del Dios-Televisión, y que de nosotros depende que emita a través de sus divinos cables improperios y blasfemias o pastelillos de cabello de ángel y huesos de santo. Y es que, al final, los que configuran las listas de audiencia son los creyentes. Así pues, ya está bien de zaherir con culebrinas a este Dios omnipotente, omnipresente y omnívoro, ya está bien de hacernos las víctimas y simular que somos corderos sacrificiales de su apetito sagrado, ya está bien de gritar “yo no he sido”, mirar para otro lado y pedir más carnaza, porque quien esté libre que tire la primera piedra, y si resulta que el vecino prefiere ver la tele a menos de un metro y verla a oscuras porque así se siente más unido a su Dios, hará siempre lo que se puede esperar de él, porque todo Dios es el espejo del pueblo que lo adora, igual que toda democracia es imagen de la sociedad que la sustenta. Nos ha tocado adorar a un Dios infante, nos ha tocado enseñarle y que él aprenda de nosotros, lo que Él nos dé es cosa nuestra, pero pobre del pueblo que maleduque a su Dios en la niñez, porque toda su cólera caerá sobre aquél cuando madure.

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